30/3/08

K

En estos días estuve leyendo un libro estupendo, La Insoportable Levedad del Ser (1), a instancias de mi hija Soledad. Antes de ir al punto que motiva este post me permito comentar que por lo general uno está acostumbrado a sugerir lecturas a los jóvenes, empezando por los hijos. También a recibir sugerencias de amigos y colegas. No es tan común que se inviertan los roles, que sean los jóvenes quienes nos acerquen a lecturas interesantes, aquellas que nos enriquecen. Esto ha ocurrido y es para mí un placer reconocer a una joven mujer hecha y derecha –mi hija- por más que la siga pensando como “mi chiquita”. Y sí, si me vieran en este instante descubrirían un hilillo de baba cayendo por la comisura de mis labios. Estoy orgulloso de "la Sole".

Vamos al punto. Milan Kundera escribe en un pasaje de su novela lo siguiente:

“La disputa entre quienes afirman que el mundo fue creado por Dios y quienes piensan que surgió por sí mismo se refiere a algo que supera las posibilidades de nuestra razón y nuestra experiencia. Mucho más real es la diferencia que divide a los que dudan acerca del ser que le fue dado al hombre (por quien quiera que fuera y en la forma que fuera) y a los que están incondicionalmente de acuerdo con él.
En el trasfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser es bueno y que, por lo tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la denominamos acuerdo categórico con el ser.
Si hasta hace poco la palabra mierda se reemplazaba en los libros por puntos suspensivos, no era por motivos morales. ¡No pretenderá usted afirmar que la mierda es inmoral! El desacuerdo con la mierda es metafísico. El momento de la defecación es una demostración cotidiana de lo inaceptable de la creación. Una de dos: o la mierda es aceptable (¡y entonces no cerremos la puerta del váter!), o hemos sido creados de un modo inaceptable.
De eso se desprende que el ideal estético del acuerdo categórico con el ser es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiere. Este ideal estético se llama kitsh.
Es una palabra alemana que nació a mediados del sentimental siglo XIX y se extendió después a todos los idiomas. Pero la frecuencia del uso dejó borroso su original sentido metafísico, es decir: el kitsh es la negación absoluta de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsh elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable.”

Más adelante, dice:

“Por supuesto el sentimiento que despierta el kitsh debe poder ser compartido por gran cantidad de gente. Por eso el kitsh no puede basarse en una situación inhabitual, sino en imágenes básicas que deben grabarse en la memoria de la gente: la hija ingrata, el padre abandonado, los niños que corren por el césped, la patria traicionada, el recuerdo del primer amor.
Nadie lo sabe mejor que los políticos. Cuando hay una cámara fotográfica cerca, corren en seguida hacia el niño más próximo para levantarlo y besarle la mejilla. El kitsh es el ideal estético de todos los políticos, de todos los partidos políticos y de todos los movimientos.
En una sociedad en la coexisten diversas corrientes políticas y en las que sus influencias se limitan o se eliminan mutuamente, podemos escapar más o menos de la inquisición del kitsh; el individuo puede conservar sus peculiaridades y el artista crear obras inesperadas. Pero allí donde un solo movimiento político tiene el poder, nos encontramos de pronto en el imperio del kitsh totalitario.
Cuando digo totalitario quiero decir que todo lo que perturba al kitsh queda excluido de la vida: cualquier manifestación de individualismo (porque toda diferenciación es un escupitajo en la cara de la sonriente fraternidad), cualquier duda (porque el que empieza dudando de pequeñeces termina dudando de la vida como tal), la ironía (porque el reino del kitsh hay que tomárselo en serio) y hasta la madre que abandona a su familia o el hombre que prefiere a los hombres y no a las mujeres y pone así en peligro la consigna sagrada amaos y multiplicaros.
Desde ese punto de vista podemos considerar al denominado gulag como una especie de fosa higiénica a la que el kitsh totalitario arroja los desperdicios.”

No pretendo que se comparta mi impresión, la que me dice que esta sociedad (la argentina) es kitsh y que, como no podría ser de otro modo, nuestros gobernantes lo son más, toda vez que ellos no son otra cosa que una expresión de la sociedad. No han venido de Marte, son de acá y han sido votados.
Si esta impresión es compartida nos encontramos ante una encrucijada: la decisión de dejar de ser Kitsh (¿lo decidiremos o nos encanta ser leves?) está en nosotros, en nadie más.

(1) Milan Kundera, La Insoportable Levedad del Ser, Tusquets Editores, Buenos Aires, 2007. ISBN 10:950-9779-66-0

15/3/08

Langas

El hombre de Buenos Aires es diverso. Hay de todo. Sin embargo hemos sabido conseguir un prototipo que nos identifica: el langa.
Canchero, petitero, banana… langa. No es imaginable el ser porteño sin la imagen del langa.

Es sabido que los paradigmas estéticos cambian. Las imágenes suelen variar. Sin embargo los conceptos -el fondo- no necesariamente se modifican. Es una cuestión de actitud, se es o no se es, ya lo dijo el amigo Hamlet, William mediante.

Funyi, crencha engrasada, faso en los labios y jeta junando de coté. Un zarzo en los garfios, lompa a rayas y brilloso, medio bombín con un dejo maricón; tarros con taco, como para realzar la presencia. Tanguero del Abasto o Boedo, por ahí guapo de Palermo; ser mítico de Buenos Aires.

Los tiempos producen lo suyo, ya se ha dicho, y a pesar de la saludable recuperación tanguera que muchos disfrutamos en los últimos años, la imagen antes descripta ya sólo forma parte del show, que es para los gringos. Ahora es otra cosa. Por lo pronto los langas de hoy difícilmente presten demasiada atención a la música ciudadana, serían grasas.

No conozco muy bien los caminos que debieron transitar los cancheros del pasado para obtener el supremo grado de langas de ocasión. Sí puedo aseverar que, hoy por hoy, hay que esmerarse mucho para alcanzar un cierto grado de languez, ese que haga que las febas presten atención. Además, es preciso gozar de un cierto capital o, al menos, proyectar tal imagen. (1)

Ser langa es un trabajo, casi una misión en la vida. Las milanesas o los ravioles de la vieja ya no llevan al éxito, sino más bien a una descalificadora panza y al fracaso langón. Ahora a la vieja se le pide la crema para las arrugas, la loción exfoliante y la lima para las uñas. Nada de milanesas.

Zapatillas Nike o algo por el estilo, trescientos mangos o más. Remerita, casual y negra, como si no pasara nada, ciento cincuenta mangos. Jean al cuerpo y con “buen corte”, que no baja de doscientos cincuenta nacionales. Cinturón al tono, medias, alguna que otra cosita adicional (por lo pronto los boxer, calzoncillo de los bananas); digamos que un cien más, para evaluar en sintonía con el actual INDEC, el trucho; caso contrario son doscientos por lo bajo. Pelada on line. No hace falta el funyi, basta con la pantalla solar. ¿Para qué la crencha engrasada, si ella persiste en adherir a la ley de gravedad?
Músculos de gimnasio, lomo destacado por la remera al cuerpo, la de los ciento cincuenta devaluados pesitos e, insisto, los jeans, arrugadotes, curiosamente bombilla, como los lienzos de ayer.
Punto de apoyo estratégico, espacio para el recueste. Columna modernosa de Shopping, en el Abasto. Tarde de domingo, buen tiempo y expectativa de que pase algo.

Y, claro está, el celular. Instrumento indispensable del presente, colgajo comunicacional que nos condiciona. También símbolo de la confusión y ruido que desinforman: musiquita, SMS, GPS, fotos, calculadora y guía espiritual; mina en paños menores, dieta del día y horóscopo; jugueteo mediático, anzuelo de la dependencia. Un teléfono, al fin, si es que no hemos perdido la sensatez. Eso sí, el adminículo no baja de trescientos.

¿Con quién estaría hablando el pelado? No puedo dominar la duda. ¿Ella o él? Nunca lo sabré. Debo irme y me voy, rumiando una frase hecha, de esas que sirven para todo: Quien te ha visto y quien te ve…


(1) Pensamiento al margen. ¿Han notado que cada vez utilizamos más este concepto, el de la “proyección”? ¿Será que no somos, que sólo parecemos? Pregunta inquietante, me parece.

Nota: Disculpame, man. Pasé ese día por allí, tenía la cámara de fotos y no pude resistir la tentación.

Compadritos


Ser mítico de conducta discutible que –mal que nos pese- aún habita en este lado del Río de la Plata.

Dice Horacio Salas, hablando del compadrito, en su libro El Tango: “Lo distinguía la provocación gratuita, la jactancia de un coraje fingido, y el alarde de hazañas ajenas como propias. Al guapo le alcanzaban palabras en voz baja, silencios y miradas: se imponía por presencia y conducta; su imitador, en cambio, precisaba el grito, al autoelogio y también de aduladores.”

Más adelante Salas amplía: “El compadrito no era un personaje querido ni respetado; cuando mucho le temían las mujeres que estaban bajo su dominio. El guapo lo consideraba un infeliz, sujeto despreciable para quien bastaba con el mango del rebenque, con un planazo y hasta con una ofensiva cachetada a mano abierta para hacerlo callar.” (1)

Esto no es nada. Lean, si no.

Compadrito a la violeta,
si te viera Juan Malevo
qué calor te haría pasar.
No tenés siquiera un cacho
de ese barro chapaleado
por los mozos del lugar.
El escudo de los guapos
no te cuenta entre sus gules
por razones de valer.
Tus ribetes de compadre
te engrupieron, no lo dudes.
¡Ya sabrás por qué!

Compadrón
prontuariado de vivillo
entre los amigotes que te siguen,
sos pa' mí, aunque te duela,
compadre sin escuela, retazo de bacán.
Compadrón,
cuando quedes viejo y solo (¡Colo!)
y remanyes tu retrato (¡Gato!),
notarás que nada has hecho...
Tu berretín deshecho
verás desmoronar.

En la timba de la vida
sos un punto sin arrastre
sobre el naipe salidor,
y en la cancha de este mundo
sos un débil pa'l biabazo,
el chamuyo y el amor.
Aunque busques en tu verba
pintorescos contraflores
pa' munirte de cachet,
yo me digo a la sordina
¡Dios te ayude, compadrito
de papel maché!"
(2)

Los tiempos pasan, las cosas cambian. Sin embargo nunca deja de estar presente un cierto hilo conductor. Hay un devenir, las cosas no ocurren por que sí, y menos que menos la cobardía masculina, esa de los machos.


Abundan hoy los compadritos. Ahora bien ¿alguien sabe dónde encontrar un guapo?

(1) Horacio Salas, "El Tango", Emecé Editores S.A., Buenos Aires, 2004.
(2) Enrique Cadícamo, "Compadrón".

9/3/08

Colonia, patrimonio de la humanidad

"Ubicada frente a Buenos Aires, del otro lado del Río de La Plata, esta ciudad uruguaya es un ejemplo de conservación histórica y patrimonial. Entre sus muchas virtudes, pese a su antigua arquitectura en sus calles no hay un solo cable y la vegetación es tan importante como sus edificios. Armonía, belleza y mucha conciencia."
Este es el texto de apoyo a una serie de fotografías publicadas en la versión "on line" del diario La Gaceta, de Tucumán. Excelente presentación que invito efusivamente a disfrutar a través de este enlace. Las fotos han sido tomadas por el Sr. Jorge Alvarez.

8/3/08

Falta y resto a la tristeza

Estamos en marzo, es cuaresma y comienzan las clases. Me anoto con Falta y Resto.
Uruguay, paisito para imitar... y admirar, mal que les pese a los connacionales corta puentes de este lado del Plata. No hay caso, el amor es más fuerte -somos hermanos- y no nos lo van a quitar.
Tampoco nos arrebatarán el arte, ese, el arte popular. El único que te pone la piel de gallina, el que te puede hacer llorar, el arte de todos y cada uno, el que te identifica, más tarde o ya mismo.

7/3/08

Lluvia

La vida. Por lo general nos aferramos a ella en las condiciones que sea. Miro la imagen que aquí comparto y la siento nuestra, muy argentina. Así, en estas condiciones, intentamos aferrarnos a la vida en este lugar del planeta.


Pero no todos percibimos la vida del mismo modo. Hay quienes observan desde arriba, como de soslayo, simulando que por allí, cerca de las nubes, las cosas no pasan.


Pero pasan y, cuando pasan, las cosas se ponen turbias, la mirada se nubla, el cielo amenaza. Las cosas pasan igual.


Y, claro está, siempre estará a mano algún que otro mesías de perogrullo dispuesto a salvarnos. Porque ya no pensamos en vivir, sino en salvarnos. La pregunta es obvia ¿salvarnos de qué?


Sugiero que intentemos salvarnos del mesías. Lo demás es sólo un día de lluvia, aquí, en el mundo bizarro de todos los días. El mundo de los imperfectos, el de las hormigas, aquellas que cargan pacientemente en sus espaldas el sustento de conjunto, garantizando el mandato natural: debes vivir.

Fotos 1,2 y 4 gentileza del diario La Nación.

6/3/08

Ella


Ella, la más bella. Ella, en medio del caos -por no decir quilombo- de Buenos Aires. Ese que te saca, definitivamente.
Recuerdo del pasado, imagen romántica, sueño no concretado. Ella, la cúpula. Una cúpula de Buenos Aires.
Desde chico deseo e imagino vivir en una cúpula. Seguramente no sucederá nunca. Es caro y ellas, las que aún sobreviven, están a la miseria y son ámbito de palomas y gorriones. Nosotros, los trashumantes de este lugar del planeta somos -de algún modo- gorriones golpeados o palomas ensimismadas. No aprendimos a volar.
Somos argentinos, estamos para el “aguante”. Estúpido, generalizado y asumido destino.
¿Por qué debemos aguantar? ¿A quién o quienes debemos seguir aguantando?
Las cúpulas son eróticas, damas redondas y apacibles. Expresión generosa de la arquitectura.
Secreto romano, recuperación renacentista, recreación del diecinueve, desafío posmoderno. Las cúpulas están buenas, se merecen una canción. El "Flaco" ya escribió algo, pero ahora ¿quién se anima? El juego está abierto. Yo espero, como seguramente esperan muchos.
Mientras tanto, haceme caso, mirá para arriba. Allí están ellas, hermosas. Las cúpulas de Buenos Aires.

5/3/08

Imagen urbana II

Corrientes al 3.200. Estoy en la esquina donde hace poco se abrió un resto bar, Pertutti. Enfrente, cruzando Corrientes está el Abasto. En la otra esquina, el Banco Patagonia, al lado del cinco estrellas. Allí me dirijo, debo hacer un trámite. La luz del semáforo indica que me detenga. Mi instinto de autoconservación también. El torrente de automóviles desbocados que circula por Anchorena hacia el norte intimida. Acá nadie frena. Mejor desensillar hasta que aclare (pensé), aunque hay quien se obstina en cruzar de todos modos, a riesgo de su pellejo y –probablemente- el de todos nosotros; si se produce un accidente en el lugar, alguno de los ases del volante que andan sueltos por la ciudad termina arrasando la vereda que, hoy por hoy, no es garantía de nada. Estamos en Buenos Aires, es jueves, una y media de la tarde. Es duro.
Me pongo a najusar de cotelete la esquina que se encuentra en diagonal a mi posición. Allá está Carlos Gardel, tamaño grande, sonrisa congelada, eterna, bastante mal pintada por cierto. Pero… ¿Qué hace Carlitos ahí? ¿Qué es ese pajarraco que sobrevuela su funyi? Me olvidé del semáforo, también del batuque de la calle, desbordante de confites con motor y cuatro ruedas, o dos, por ahí más peligrosos. Vean lo que cuento.


Sucursal Carlos Gardel… ¡Ay! Carlitos, ahora te usan de sucursal, a vos –único ídolo indiscutido de la Argentina- que cada día seguís cantando mejor. A vos, hermano, que sos de bronce. “Qué atropello a la razón…”
Sigo viendo, el trámite ya no importa; que se cobren intereses, para eso están los cuervos. Me capturó la escena, una que se replica por todo Buenos Aires. Porque hay dos Buenos Aires (¿sólo dos?). La que la mayoría ve y la que está ahí y no vemos, toda vez que para ello es necesario alzar la mirada. Sí, hay que mirar para arriba, sacarse la cara de culo, olvidarse de las baldosas (flojas) de la vereda e, insisto, alzar la vista. Se trata de orientar la mirada hacia la vida.
Y allí está él, el edificio. Bello, pero atravesado por la brutal intervención, la de los carteles y la "necesidad" comercial. Esa que no respeta la prosapia ni se acuerda de sus padres.


Arriba, ahora, hay un “Hotel”. Sitio deteriorado, lugar de mistonguelaje, bulín o cotorro donde suena una encordada o descansa la feba. Ámbito de la fiaca, lugar del farabute, ausencia de vento.
A pesar de su aspecto decadente él es bello. ¿Qué se cocinará tras esas cortinas? Está visto que hace calor, las ventanas están abiertas de par en par, vuelan las bastas cortinas, intentando impedir el rayo de sol, buscando el frescor de la sombra, afirmando el equívoco arrabalero de la media luz. “A media luz los besos…”
Me desvío. No cruzo la calle para llegar al banco, voy para el otro lado y sigo observando –espantado- esa porquería (la llaman, con hipócrita inocencia, “marquesina”), que ha despachurrado la bella arquitectura de la Reina, esa que los porteños persisten en destruir sin entender que allí está el negocio, si eso es lo que están buscando. También están el pasado, las raíces, el maravilloso proceso de la fusión que hace de soporte y da sentido cultural a la metrópoli. “Es lo mismo que sea cura…”


El edificio no es superlativo, sin embargo es bello. Está sencillamente enfarolado. Sus balcones, pocos, simétricos, diría estratégicos, lo completan. Se nota que hubo un maestro frentista que, por enésima vez, replicó la gran creación de Miguel Ángel, cuando le tocó completar la fachada del palazzo Farnese. Ese Miguel Ángel que se animó a curvar lo griego. El maestro.


Veo la ajada fachada del “Hotel”, el balcón a la calle Anchorena, los dinteles manieristas, alguna flor, aunque no haya setenta balcones y probablemente se trate de un par de malvones que agonizan entre tanto smog. También veo los cables, eternos desquiciantes de la imagen urbana, producto de la ruindad y la falta de imaginación humana, esa de los sindicatos, los bombos irracionales y los negociados a flor de piel. Cables inmundos que rompen la imagen, señal del deterioro y la irresponsabilidad, expresión de los brutos. Veo la arquitectura del cinco estrellas, carente de personalidad, igual en todos lados, modelo que a nadie responde salvo al negocio seriado, como el Ford “T”.


Miro al piso, estoy triste. Y veo que el águila, ahora símbolo fashion de la vida saludable de la ropa súper sport, también se desgasta. No hay mal que dure cien años.


Mejor voy al banco y me dejo de joder. Una garabita me espera, nada menos que mi hija.

Nota: Ver (si se quiere) diccionario de lunfardo.