5/4/08

Piedad


Hace unos días recibí un correo electrónico de una ex alumna, Sofi, quien hoy está cursando sus estudios universitarios en la ciudad de La Plata. En él, además de un cálido mensaje (esos que a los enseñantes nos pueden), me enviaba una presentación en Power Point, de las tantas y tantas que pululan por el cyber espacio, en las que se reproduce una serie de fotografías de Robert Hupka (ver) expuestas en el año 2000, de una de las obras de arte más conmovedoras que nos ha dado el genio credor del ser humano: La Piedad (Vaticano), de Miguel Ángel.
Michelangelo Buonarroti ha sido uno de los pocos en toda la historia que ha logrado que la piedra se encarnara y dejara de ser piedra, convirtiéndose en algo orgánico. Me animo a decir que quizás haya sido el único (o casi) que ha sido capaz de que ella, la piedra, tuviera -además- un alma.


Si repasamos cualquier biografía de Michelangelo nos enteraremos que, en su obsesión por conocer (y luego representar) la esencia de la naturaleza humana, pasó noches enteras participando de la disección de cadáveres intentando conocer la estructura muscular del cuerpo, conociendo cada tendón, cada nervio, repasando la materia que estaba decidido a recrear e inmortalizar en la piedra, todo ello a riesgo de sufrir gravísimos castigos, toda vez que tal práctica aún era concebida como sacrílega, por más que no faltó el fraile que "le diera la derecha", conmovido por el genio del joven creador y convencido su notable sentido estético, que bien supo demostrar en su descomunal obra, a lo largo de toda su vida. El hombre necesitaba saber y estaba dispuesto a cualquier cosa para lograr el conocimiento.

Siempre me atrajo el caso de las manos, tema complejo a la hora de la representación plástica, especialmente en el ámbito de la escultura y particularmente en la tallada en piedra, a maza y cincel.


Las manos, las del hijo sacrificado y las de su madre. Las manos de dos jóvenes víctimas de un destino trágico, protagonistas del sacrificio redentor.


Las mismas manos que podrían matar, destruir, desbaratar. Las que, sin embargo, se entregan al destino y ofrecen su suerte al mandato divino. Las manos, esas manos...


¿Cómo se representarán las manos de nuestros jóvenes, los de hoy, muchas veces sacrificados en nombre de la ignorancia subsidiada? ¿Cuántas veces deberemos ver a la piedad de carne y hueso, ya no su representación pétrea, sin percibir ninguna belleza sino el espanto? ¿Cuántos más, Señor?

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