29/6/08

Composición tema: La Vaca


-¿Qué te gustaría ser cuando seas grande, Francisquito?
-Vaca, Señorita. Yo quiero ser vaca.

El diálogo ocurrió hace unos cuantos años y “Francisquito” era quien esto escribe, en tiempos de mis primeros palotes.

Es que no podía salir de mi asombro al enterarme, maestra mediante, que existiera animal tan generoso, al que jamás había visto, salvo en las figuras de mi libro de lecturas o en la lámina que se expuso en el pizarrón, aquella que anoticiaba a quien quisiera entender que tal prodigio de la Naturaleza –la vaca, digo- era un bicho extremadamente útil y -agregaba yo- en formato “milanesas con papas fritas”, fascinante.

Imaginen: la leche con vainillas a la hora de la merienda, las citadas milanesas, el cuero (y con este la tan soñada pelota número cinco, amén de zapatos, portafolios, cinturones, carteras, adornos y la extravagante alfombra que a mi madre se le ocurrió instalar en casa, un cuero de vaca entero, con pelos y todo), la grasa de los bizcochos para el mate, el dulce de leche y, lo más significativo, los caramelos Mu Mu, aquellos que te llenaban la boca hasta reventar de dulce placer infantil. No cabía espacio para la duda, a la vaca no había con que darle.

En mis aventuras por el barrio y el potrero junto a las vías del ferrocarril cercano a mi casa, donde corríamos detrás de una pelota que alguna vez llegó a ser de cuero -en Quilmes, no tan lejos de Buenos Aires- no había vacas. Ellas estaban en el campo. Había un caballo, matungazo él, que no viene a cuento aunque es parte del cuento. El estaba.

Nosotros jugábamos a la pelota y el matungo se ocupaba de cortar el pasto. A esto llamo yo una asociación convergente y, por que no, productiva. ¿O acaso los goles, las gambetas y las patadas que nos propinábamos no fueron productivas? Ni les cuento del festín del matungo, que terminó panzón.

Los pibes del barrio estábamos creciendo, comenzando a ser lo que hoy somos. Había de todo: morochos y rubios, hijos de tanos, gallegos, polacos, correntinos, formoseños o cualquier otro sitio. Teníamos nuestras diferencias y peleas, como era de esperar. Así y todo, podíamos andar juntos, encontrábamos la forma de saldar las contradicciones y, cuando no estaba claro si había sido gol u orsai o a quien le correspondía llevarse el pozo de figuritas o las bolitas, tras dura competencia callejera, recurríamos a Don José, un jubilado ferroviario –sabio, por ferroviario y por viejo- que terciaba e impartía justicia. En todo caso para nosotros representaba la autoridad que dan los años, cuando se han llevado con dignidad. No necesitábamos código de convivencia, simplemente convivíamos. Los códigos estaban implícitos.

Mi maestra no sólo había enumerado las virtudes de la vaca. También nos contó del campo argentino y sus gauchos, entre ellos los de Güemes, tipos con pelotas si los hubo (¿debería decir huevos?).
Contó de labradores y cultivos, habló de gente de trabajo y a todos nos quedó claro que, por suerte, habíamos nacido en un rico país. También habló de estancieros. Y no solo eso. Pude enterarme que miles de inmigrantes, corridos por las miserias y las guerras de otros sitios, habían puesto manos a la obra. Era simple: oportunidad y trabajo. Allí estaban los chacareros. Pensamos en el futuro.

Poco tiempo después conocí al campo. Me apabulló. Tantas estrellas en el cielo, tanto verde; el horizonte más allá del horizonte. Y las vacas, por supuesto. Y los paisanos, ya no gauchos, el fruto de la generosa fusión entre el inmigrante y quien por ahí andaba, fuera gaucho, indio o cimarrón.

-Mirá, mirá. ¡Vacas! Mis hermanos y yo nos entusiasmábamos señalando a los mansos bichos desde la ventanilla del ómnibus que nos llevaba a un sitio en el que pasaríamos las vacaciones. Los bichos, las vacas, ni bola. Rumiaban y, ahora lo pienso, esperaban su destino.

Años después, ya enterado de mataderos y frigoríficos, se me fueron las ganas de ser vaca. Romántico sí, pero no estúpido. No tengo vocación de convertirme en media res.

Más tarde mis conocimientos académicos avanzaron lo suficiente como para seguir rindiendo pleitesía a la vaca: conocí el asado, el de los argentinos, el mejor de la tierra, no lo duden.
Y si no lo es, no importa, el asado no es una comida, es mucho más. Se trata de una ceremonia, algo ritual, artístico. La parrilla es un objeto sensual, absolutamente estético. Las brasas aportan el calor, el punto justo de la vida. El vino hace lo suyo, vaya novedad. Y, amigos, la paciencia del asador es inimitable, tal como la paciencia de los argentinos, empezando por la de los campesinos.

Porque los argentinos, aunque no siempre nos mostremos ni nos vean de este modo, somos pacientes, extremadamente pacientes. Tanto que tenemos una consigna, un valor (¿o disvalor? Es para pensarlo), que no es otra que “El aguante”. Los argentinos aguantamos.
¿Y qué aguantamos los argentinos? Respuesta: a nosotros mismos. A nadie más, porque los demás, los otros, no somos nosotros y, lo que hagamos nosotros, será respetado por los demás en tanto nos sepamos respetar.

Hablé de conocimientos académicos. Los hubo. También de los otros, a veces más ricos. Con el tiempo fui conociendo y comprendiendo nuestra historia. Aún estoy en eso, ya que nunca se terminan estas cosas, siempre hay algo nuevo que aprender. También entendí que los procesos sociales, en todo sentido, tienen necesariamente su contexto y es en él que debemos analizarlos, si resulta que hacemos honor a la honestidad intelectual.

Pero parece que mi punto de vista no es compartido por algunos connacionales. Así, frente al conflicto o el choque de intereses (por caso, qué hacer con las dichosas vacas, los granos, etc.), se persiste en dividir, chocar, doblegar. Hay odio en el ambiente. Y, sinceramente, no puedo comprender la pertinaz insistencia en intentar reinstalar odios del pasado, cuando –precisamente- son del pasado, se dieron en otro contexto y, encima, nos bañaron de sangre y dolor. Hoy, no mañana, tenemos la necesidad de resolver otros, nuevos, problemas. No hay tiempo que perder.

Es incomprensible que, como ha comentado el periodista Joaquín Morales Solá, en vez de hacer honor al concepto chino de crisis, en tanto oportunidad, fabriquemos una crisis desde la oportunidad. Es muy loco, en todo caso insensato.

Es posible que peque por inocente. Así y todo espero, deseo y creo que al final de esta obra de teatro de enredos que supimos concebir, aparecerán los equilibrios, aún a pesar de sus actores. Los pacientes somos más.

No hay comentarios: