7/6/08

Corsarios y piratas


San Clemente del Tuyú. Hace varias décadas, tantas que en aquel entonces las dunas de arena cercanas a la costa se tragaban, corridas por los vientos, de temporada en temporada, alguna que otra de las pocas casas que allí enfrentaban a la Naturaleza, verdadero testimonio del empecinamiento humano, aquel que concluyó con un balneario turístico de la costa atlántica de la Provincia de Buenos Aires. Allí estábamos de vacaciones mis padres, mis hermanos y quien escribe. Tendría, creo, unos cinco o seis años.
Luego de la cena, inmersos en la oscuridad de una noche sin luna, con el rumor del mar muy cerca, mi padre (fiel a su costumbre) relata a su audiencia (nosotros, sus hijos) una extraordinaria historia de corsarios y piratas, con doncellas rescatadas y todo. Las batallas eran épicas, los personajes de temer, aún los “buenos”, el suspenso intenso.
En lo más álgido del relato, su voz castiza me espeta:
-Quico, sal fuera y haz de vigía. Dinos si se acerca una nave sospechosa. Debemos proteger a las princesas- Vale aclarar que ellas no eran otras que mis hermanas, también protagonistas del relato.
Francamente la consigna del corsario Pata de Palo (o sea mi viejo), no me gustó nada. A esas alturas (y diría que, hoy por hoy, tampoco), no me atraía demasiado esto de salir a la nada, en medio de una noche cerrada, con el rumor del mar –insisto- allí, siempre presente.
-¿Por qué no sale el alférez?- ensayé, en un intento de trasladar responsabilidades hacia mi hermano que, como era mayor, ostentaba un grado intermedio. Escalafones son escalafones.
-¡Hombre! Los tenientes no son vigías. Tú eres grumete y te corresponde el lance.
A regañadientes y con evidente cagazo, enfrenté mi destino. Enfilé hacia la puertita de atrás, la que daba a la playa; la abrí, dí dos pasos, dirigí mi vista hacia la oscuridad haciendo visera sobre mis cejas con una de mis manos, tal como mi padre me había enseñado que se miraba hacia el horizonte y, sin ver nada de nada, no tardé ni un segundo en decir a viva voz:
-¡Bergantín enemigo a tres mil leguas!
Mientras me enfrascaba en una rápida vuelta al interior de la casita que nos cobijaba, atronaba la carcajada familiar seguida del abrazo de mi padre diciendo:
-¡Muy bien, grumete, muy bien! ¡Ojo avizor!

Sobremesa del domingo. Tarde gris de invierno, niebla y humedad. Nada nuevo, si de Buenos Aires hablamos. En el combinado sonaba un long play de un cantor quien estrenaba su primer disco solista, luego de haberse hecho notar en varias orquestas típicas: Roberto Goyeneche. El hogar de leños nos cobijaba y la digestión de la inevitable paella de los días festivos invitaba a la siesta. Ese día, no me acuerdo cual, no hubo siesta. Pata de Palo sacó uno de sus libracos y comenzó a leer:

Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.


El poema, de José de Espronceda, es extenso. Y bello. Me impactó tan colosal comienzo y, además, caló muy hondo en mí esta estrofa:

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.


Hubo un tiempo en que podía recitar con razonable solvencia La Canción del Pirata, al punto que mi maestra de la escuela primaria, ya harta de soportar mi hormigueo infantil, logró calmarme por un tiempo bajo promesa que recitaría tal poema en el acto de fin de año, cosa que ocurrió. La platea (o sea mis padres, hermanos, los amigos del barrio y –obviamente- la maestra), aplaudieron a rabiar, razón por la cual consideré que el asunto había sido un éxito rotundo y, después de todo, horadar a mi joven y paciente maestra había dado sus frutos: como todo niño buscaba su amor y reconocimiento.

Como no podía ser de otro modo, pronto me enfrasqué en la lectura de las extraordinarias aventuras del Tigre de la Malasia, Sandokan, y otras tantas. ¿Leen hoy los jóvenes a Salgari? Si no lo hacen, cosa que me parece no ocurre, no saben lo que se están perdiendo. Una lástima.

Ha pasado mucho tiempo y con su paso se produjeron cambios. Sin embargo hay cosas que, aunque nos esmeremos, no cambiarán en su esencia. Y si no, que alguien me explique la razón del éxito del tema de Joaquín Sabina, La del Pirata Cojo:

Pero si me dan a elegir
entre todas las vidas, yo escojo
la del pirata cojo
con pata de palo
con parche en el ojo,
con cara de malo,
el viejo truhán, capitán
de un barco que tuviera
por bandera
un par de tibias y una calavera


O si volvemos a la literatura, las recientes historias del Capitán Alatriste, personaje de Arturo Pérez Reverte, que disfruto en las noches de insomnio o algún fin de semana, cuando las obligaciones dan paso al descanso, la imaginación y la aventura, aún sin salir de casa. Se trata de disfrutar y también de reflexionar. Una de cal y otra de arena, diríamos por estas tierras.

Eso sí, haciendo honor a los escritos de Reverte, es del caso no confundir entre piratas y corsarios. Parece no ser lo mismo. Leamos:

“Y pues de ingleses hablamos, debo señalar que quienes se conducían en el Mediterráneo con menos vergüenza y más desafuero no eran los turcos o los berberiscos, que solían ser puntales en cumplir los acuerdos entre naciones, sino aquellos perros de agua venidos de mares fríos, desalmados y borrachos, que con el pretexto hipócrita de hacer la guerra contra los papistas, se comportaban no como corsarios sino como piratas, comprando complicidades en puertos como Argel o Salé. Tal era su calaña que hasta los mismos turcos los miraban con poca simpatía, pues de tapadillo saqueaban a todos sin reparo de carga ni bandera, amparados por sus reyes y comerciantes; que mientras disimulaban en público, fomentaban en privado sus correrías, embolsándose los beneficios. He dicho piratas, y esa es la palabra que les cuadra; pues, según la vieja usanza, el corso era una ocupación antigua, tradicional y respetable: unos particulares asociados y provistos de su patente –el permiso real para saquear a enemigos de la corona- armaban una nave para el lucro privado, comprometiéndose a pagar su quinto al rey y a regirse por leyes concertadas entre naciones.”(1)

Si uno lo piensa dos veces y observa más allá de las palabras e imágenes mediáticas encontrará, creo, a corsos y piratas. No es lo mismo. Hay códigos. O debería haberlos.

(1) Arturo Pérez Reverte, Corsarios de Levante, Alfaguara, Buenos Aires, 2006. ISBN 978-987-04-0630-3

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Impresionante, Francisco!

"Veinte presas hemos hecho/a despecho del inglés./y han rendido sus pendones/cien naciones a mis pies..." ¡qué momento!

Aún hoy, tengo un amigo que recuerda bastante bien este poema, que aprendimos en el colegio...

Al hablar de Bouchard, Osvaldo Soriano destaca que nuestra Constitución aún aún contempla en su articulado que, "las patentes de corso" serán otorgadas por el Congreso Nacional...

De acuerdo a tu fundada sospecha, tal vez el término "corso" haya sido cambiado por el de "pirata", en alguna reunión llevada a cabo entre gallos y medianoche...

Un abrazo.

RS

Mastrocuervo dijo...

Frankye:

Dudo que los chatomaníacos chicos de ahora sepan deleitarse navegando imaginariamente los mares a bordo del "Mariana". Y es comprensible, dado que sentarse a leer una novela les impediría intercambiar sus SMS...

Las historias de piratas siempre me gustaron, de las andanzas de Sandokán a las aventuras del Capitán Blood que leía en Billiken.

Hermoso post que, además, me recordó mis dulces veraneos infantiles en San Clemente.

Un abrazo, Mike.