6/7/08

Héctor Roberto Chavero


Don Ata nació hace cien años. Fue en enero de 1908 en Pergamino, corazón de la Pampa Argentina. Según sus propias palabras "duerme" desde 23 de mayo de 1992. Falleció en Nimes, la ciudad que fundara el viejo Imperio Romano, la del Pont du Gard y su todavía activa plaza de toros, antiguo circo romano, un Coliseo en escala. Descansa en su pago de toda la vida, Cerro Colorado.
En estos días en los que los días transcurren agitados, vertiginosos, Estela -mi compañera- me ha hecho un gran regalo: la publicación de memorias de Atahualpa Yupanqui, "Este Largo Camino", un trabajo de Víctor Pintos (1).
Es un libro maravilloso, para ir leyendo despacito, al ritmo de la vidala o, mejor aún, la vidalita.

Palomas y perdices, gorriones y jilgueros eran dueños de todos los rumores del campo. Los arroyos, angostos, caprichosos de curvas, eran como la copia de algunas vidalitas que quedaban perdidas en los cardos, junto a las mariposas. Quizá por eso las vidalas mantuvieron siempre algo como una fragilidad graciosa, melancólica y libre, como si hubieran nacido para ser cantadas por muchachas de estancias y chacras. Hasta su nombre era tierno y delicado: vidalitas.

Esta publicación, decididamente recomendable, es la compilación ordenada de una serie de escritos realizados por Atapahualpa con la intención de completar sus memorias, cosa que nunca ocurrió. Distintas circunstancias evitaron que él pudiera concluir su tarea. No obstante lo escrito, escrito está, y es más que suficiente. Es hermoso, como su obra.
Hay una página en la que alude a Borges. Me parece una pequeña maravilla y, pidiendo las licencias y disculpas del caso, comparto su extracto en este espacio. Vale la pena leerla.

Alguna vez he leído de un eminente poeta nuestro que andaba caminando por Magreb (...) y que entró al desierto de Sahara. Y que en una de las dunas donde solamente se hundían sus zapatos, se inclinó sobre la arena y se puso a jugar, levantando con sus manos un puñado de arena y arrojándolo después, dejando caer suavemente la arena como si tuviera la clepsidra del tiempo en sus dedos. Él era su propio reloj de arena, en una de esas locuras hermosas que parecen tan breves y son infinitas, que los poetas suelen tener. Este señor se llamaba Jorge Luis Borges.
Leí una nota que escribió sobre esa ocurrencia suya y quedé conmovido. Contaba del paseo del hombre forastero en el desierto, a veinticinco mil quilómetros de su patria, que se arrodillaba en el desierto y juega con la blanca arena, como distraído, y de repente confiesa darse cuenta de lo que está haciendo. Y en sus ojos casi brotan las lágrimas porque creía que había cometido un pecado, poético pero pecado al fin. Como si hubiera un error en su conducta al tomar la arena, levantarla y arrojarla otra vez. Lo que dijo conmovió mi espíritu: "Qué mal estuve, ¿quién me manda a modificar el desierto, quién soy yo para pretender modificarlo?" (...)
Recuerdo que una vez pasó algo parecido con una mujer nativa del pueblo y con su changuito de seis años, travieso, que corría delante suyo. Al cruzar el río, aquí más abajo, a un kilómetro de esta casa, el niño se agachó y tomó una piedra de colores, la miró un rato, la limpió y la guardó en el bolsillo. La madre lo vio y lo llamó. "¿Qué guardás ahí?", le dijo. "La piedrita, esta piedrita."
Entonces la madre le dijo que no, hizo volver al niño diez metros, al lugar donde había encontrado la piedra, y le ordenó que la repusiera en su lugar. Y le dijo: "No vueva a robarle cantos al río usted."
Después los dos siguieron su camino. Yo me quedé con eso.


Parece ser que las cosas que cuentan, confluyen. Son universales.

(1) Este Largo Camino - Memorias, Atahualpa Yupanqui, rescate de Víctor Pintos, Puerto de Palos S.A., Buenos Aires, 2008. ISBN 978-950-753-228-3.

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