18/1/09

17 de enero, 2009

Ayer fue mi cumpleaños. No recuerdo el momento en que dejé de hacer (o intentar) el típico festejo, reunión con amigos mediante. Es que estos no son tiempos de andar con reuniones de amigos -estamos en enero- aquí es verano y este es el mes óptimo para tomarse vacaciones.
Cuando uno cumple años en el mes de enero suceden una de dos cosas, o las dos a la vez. O uno se ha ido de vacaciones y, por tanto, los amigos no están cercanos; o, por el contrario, uno se ha quedado en casa y los amigos se han ido de vacaciones. Y no sólo los amigos, a estas alturas de la vida, los hijos también. Para colmo de males, todos (uno y los demás) ya estamos de festejos hasta la coronilla. Venimos del largo trajín de diciembre, pletórico de despedidas del año con más la despedida misma, incluyendo en medio la Navidad. Nada, que no queda más lugar para joda y uno simplemente quiere pensar en nada.
Lo cierto es que ya hace mucho tiempo que para mí el día de mi cumpleaños es un día más, pero distinto. Es mi día, a pesar de todo. Y como es mío, solamente mío, suelo hacer algo que me gratifique, nada especial, simplemente una auto caricia al alma.
En mi caso creo haber hecho lo mejor que podía hacer. Leí un poco, escuché mis músicas predilectas, me escribí un post sobre Caravaggio, compartí el día con mi compañera, Estela y, finalmente, me dediqué a pensar en nada. Estuvo fenómeno. No hay como dejarse rodar, como rueda la rueda o el canto redondo. Sólo estar.

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