28/1/09

Caminata

Uno no es cultor de los ejercicios físicos y se limita a hacer lo imprescindible, a regañadientes. Y no es que no haya movido mi esqueleto en años más jóvenes, simplemente ocurre que a estas alturas me resulta más apetecible quedarme en mi casa leyendo un buen libro, escuchando una música agradable, que andar jugando al Tarzán.
Pero Tierra del Fuego es un lugar que tiene sus encantos y algunos solo pueden ser disfrutados a cambio de ciertos esfuerzos físicos. Uno de ellos es la Laguna Esmeralda, bastante cercana a la ciudad de Ushuaia.


Este lugar es muy bello y, cuando el día acompaña, aún más. Eso sí, hay que caminarse unas dos horas atravesando bosques y turbales, en sentido ascendente. El paseo no es de alta dificultad ni por asomo, de hecho es mucha la gente que va y viene por los senderos demarcados, sean turistas o habitantes del lugar. Pero, amigos, cuando uno es de tendencias pasivas, la cosa se pone complicada y, justo al acercarse a tan encantador sitio, piensa que no logrará llegar vivo. Pero se llega. Y no solo eso, inmediatamente se despatarra en el suelo cuan ancho y largo se es, en desvergonzada actitud de anhelado descanso. Es cuando ves el cielo.


Días atrás, Estela me comentó que unos amigos harían el paseo y que nos invitaban a sumarnos al mismo. Me tomó con las defensas bajas y contesté que sería una gran idea. Después de todo, y con tantos años por estos pagos, nunca había ido por allí. Todo bien… hasta que llegó el momento de la verdad, al día siguiente. Intenté algunas estrategias para liberarme de la promesa del día anterior; también ensayé diversas excusas. Pero la respuesta fue clara, contundente: “ves, con vos no se puede contar”. Justo en el blanco. Así son las mujeres. Y allí fuimos, qué remedio quedaba.

La expedición estaba compuesta por Lucía, una amiga de muchos años, Osmar y Gabriela , una encantadora pareja, amigos ellos de Lucía, Estela y quien les cuenta esto. Las damas, obviamente bellas, más jóvenes y entrenadas. Osmar y yo, algo menos jóvenes y con dudoso entrenamiento. No faltaron las chanzas preliminares, al punto tal que Lucía se permitió definir al día como histórico, toda vez que allí estaba yo, dispuesto a todo. Sobre el particular me veo en la obligación de recordar que quien ríe último, ríe mejor. Un caballero -y yo pretendo serlo- nunca describiría el estado de las féminas a la hora de haber concluido el regreso (otro par de horas, o algo menos, toda vez que la vuelta es descendente), pero basta con comentar que ni por asomo permitirían que se les sacase una foto en ese momento. Y no es que uno no presentara un estado lamentable, pero a la hora de los bifes, cuando hubo que andar saltando entre las piedras de un río o sortear algunos obstáculos, si el sector masculino no andaba por ahí las chicas se hubieran visto en dificultades. Una cosa es que uno sea jovatón y pasivo, y muy otra no saber jugar al Tarzán.


Pero todo tiene sus costos. Al punto tal que, en plena subida, luego de más o menos una hora de caminata, Osmar llegó a transformarme de Francisco –el arquitecto- en Alberto -el alquimista- y no era que se hubiese apunado. Aclaro, además, que solo llevábamos agua. Y ni les cuento la proclama que quedó registrada para siempre en la cámara de Osmar, en la que sostuve que sólo cabía una alquimia que pudiere redimirme: recuperar mi identidad una vez regresado a la ciudad con, por lo menos, un asado lo suficientemente regado con un buen tinto nacional. Es que tanto aire puro, te hace mal.
Se ve que desvariábamos porque, además, comenzamos a pergeñar un proyecto literario, una historia por entregas, como las de antes, en la que iríamos describiendo la metamorfosis sufrida por, en ese momento el alquimista, ex arquitecto, y los avatares que el sujeto debió pasar para volver a su arquitectura, aunque en el fondo, ahí donde los sueños habitan, quizás hubiera preferido no regresar y practicar la alquimia entre los árboles del bosque de Lengas, Coihues y Ñires, mimetizado con la Naturaleza, mucho más cerca de Dios. Cerca de duendes, brujas y ángeles, como en las historias que leíamos cuando niños y que, sinceramente, desearíamos volver a leer.


Fue un día divertido, un buen día. Quizás en algún momento nos despachamos con el proyecto literario, necesariamente una obra colectiva, abierta a todo el mundo, sin final, eternamente escrita. Su título: “El día que Francisco fue de caminata”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy hermoso el lugar. No lo conocía... en realidad, no conozco Tierra del Fuego. Ya llegará la oportunidad. En cuanto a las metamorfosis, hay que tener cuidado. No sea cosa que uno se convierta en Gregorio Samsa o reedite al Dr. Jeckyll y su Mr. Hyde, por no citar algunas mutaciones sufridas por los legendarios Buendía en Cien Años de Soledad o los cambios que vive el pobre protagonista de El hombre duplicado, del autor portugués.
Me parece que lo mejor será volver a los clásicos. No estaría nada mal, releer La Metamorfosis de Ovidio y disfrutar de lo que experimentan los personajes de los mitos clásicos, tan vigentes y sabios a los que habría que retornar siempre, como quien vuelve a la naturaleza para observarla, cada vez, con ojos diferentes.

Anónimo dijo...

Acertado comentario, amigo/a. Debo hacer una confesión: no he leido a Ovidio (me lo anoto en la lista de cosas a hacer), aunque si algún que otro clásico y concuerdo plenamente contigo en que es necesario retornar siempre a ellos, aunque nuestra mirada sea cada vez diferente.