29/3/09

Noche

Hace minutos que ha pasado la medianoche. La oscuridad prevalece. También el insomnio, la reflexión y –por qué no- las ilusiones. La noche, oscura, a veces nos permite encontrar la claridad. Pero también nos arroja descaradamente a la soledad. En la noche, sin ruidos ni fiestas, estamos a solas con nosotros mismos y, no hay remedio, es el momento de pensar, de mirarse al espejo sin filtros ni excusas, de saberse limitado.
Me consuelo en la certeza del amanecer.

24/3/09

Palacios

El mundo está lleno de palacios. En todos los tiempos y casi todas las culturas los hubo y los hay. El poder se expresa de muchos modos pero uno de ellos es característico: el hábitat del poderoso. Pero no todo ha sido palaciego. También estuvieron las fortalezas, los castillos o templos paradigmáticos, no siempre tan cómodos, a veces francamente peor que eso. En otras palabras, no me van a comparar un castillo del medioevo con foso defensivo incluido, con un palazzo de la Toscana, por caso y para ser prudentes en la comparación. No es lo mismo cruzar el Mediterráneo cual salchicha enlatada con el objeto de eliminar a los infieles, que darse la gran vida en un crucero y pasarla fantásticamente bien con los descendientes de esos mismos infieles.
Volviendo al tema que pretendo comentar y redondeando un poco, digamos que hubo, hay y habrá de todo, en particular a la hora de las mieles palaciegas, toda vez que de carne somos, pero algunos de estos palacios son particularmente bellos. O especiales.
Hay dos que me atrapan. No sólo por su valor arquitectónico y los fundamentos en los que se basa la concepción espacial que los define sino también porque fueron el contexto de hechos de la historia que llaman la atención. En ellos, además, hay un aspecto que los particulariza: la presencia del agua y los jardines que los rodean.

Vaux le Vicomte (siglo XVII, barroco francés) es un ejemplo de equilibrio compositivo, proporción y armonía intelectual, quizás la mejor expresión de los principios formulados (o sistematizados) por Andrea Palladio en su I quattro libri dell Architettura (1570, segunda edición en 1580), con más el agregado evolutivo y diferenciador del arquitecto Luis Le Vau y el aporte de André Le Nôtre en el diseño de los espectaculares jardines, aspecto que caracteriza –precisamente- la gran arquitectura palaciega de este período en Francia. Hablamos sobre todo, de un objeto que proyecta una imagen externa por sobre todas las cosas.

Este palacio fue ordenado por Nicolás Fouquet, Vizconde de Vaux, en esos tiempos superintendente de hacienda en la corte de Luis XIV, nada menos. Y no sólo el vizconde ordenó los trabajos, a partir del viejo castillo de Vaux le Vicomte que había comprado en 1641, si los libros no mienten. El hombre estuvo detrás de cada detalle, de cada rincón, pintura u objeto del magnífico palacio. Los mejores artistas (por ejemplo Charles Le Brun y sus pinturas) y artesanos de su tiempo fueron contratados para lograr algo que fuera superior, exquisito, digno de un hombre que sabía lo que era el buen vivir y servía en la corte del Rey Sol, el más grande, pues tal era su convicción. Tanto es así que Luis recomendaba y exigía a los miembros de su corte que vivieran “a lo grande”, ostentosamente, aspecto que no dejó de impactar en las finanzas de sus cortesanos que en su gran mayoría terminaron fundidos o endeudados hasta el cuello.
Una vez concluida la obra Fouquet, además de formalizar allí la visita de notables de la época, organizó una fiesta en honor a su rey, Luis XIV; la reina, Ana de Austria, el resto de la corte un 17 de agosto. La fiesta fue memorable, nunca se había visto y vivido tanta exquisitez. Tampoco nunca se habían visto jardines tan perfectos, verdadero rasgo que singulariza a esta obra. Jardines que representan el dominio del hombre sobre la Naturaleza, geométricos y morfológicamente definidos a gusto del artista, más allá de las propias formas naturales; y el agua que se maneja en términos decorativos pero, nuevamente, desde una concepción racional en la que el hombre se impone a cualquier costo.

Lo interesante del asunto es que, al parecer, el Rey Sol se quedó algo picado por la extraordinaria exhibición de poder y buen gusto de su superintendente de hacienda. No pudo soportarlo. EL era el Rey. Si su “ministro” de hacienda podía (porque lo hizo) superar la grandiosidad y lujo del Palacio de París, es que alguna nube había aparecido en un cielo imaginario presidido por el Sol, o sea El, el Rey. De paso, también cabe acotar que –como siempre- las internas en el seno del poder hicieron lo suyo o, para decirlo de otro modo, Colbert se la tenía jurada al superintendente de los dineros reales.
En fin, que el amigo Fouquet terminó encarcelado (y en prisión murió) por decisión de Luis XIV y el palacio, la totalidad de los objetos y obras de arte que lo completaban, los artistas y artesanos que habían realizado lo que habían realizado y hasta los servidores del lugar, fueron prácticamente confiscados por el que se suponía un homólogo del sol, el amigo Luis. A eso llamo yo ejercer el poder absoluto, por más que el vizconde haya distraído algún que otro dinerillo en su creación suprema, la misma que lo condenó a tan miserable final. No soy historiador, solo cuento lo que me ha sido contado. Luego, se me ocurre recordar –una vez más- a los griegos y a su Icaro, en versión remixada.
Final del cuento: Luis XIV acomete con lo que –quizás- sea el palacio más fastuoso del mundo: Versalles. Pero esta, la del palacio del sol reencarnado en pleno siglo XVII, es otra cosa. Agrego: por imponente que sea no supera el equilibrio perfecto de Vaux le Vicomte. El poder, si es ejercido sabiamente, debe mostrar equilibrio.

No tan lejos –geográficamente hablando- de Vaux le Vicomte, está la ciudad de Granada y en ella, la Alhambra.

En rigor de verdad se trata de un complejo palaciego y fortaleza a la vez en la que se alojaban el monarca y la corte del Reino de Granada nazarí y, en mi opinión, es la obra culminante de la cultura andalusí (Al-Ándalus) esto es los pueblos musulmanes que invadieron la península ibérica quienes, en plena Edad Media, alcanzaron y demostraron un notable grado de desarrollo, para envidia de los que viajaban enlatados (o al menos muchos de ellos) a Tierra Santa. Esto pasó durante unos cuantos siglos, desde los años 711 y 1492, año paradigmático si los hubo.
La roja (Al Hamra), la Alhambra finalmente, no es una construcción hecha de una vez y por iniciativa de un solo hombre, como ocurre en el caso de Vaux le Vicomte, sino un proceso. Este detalle, al igual que la particular concepción del espacio y la expresión estética de la cultura musulmana, la hace más interesante, más rica, aunque desde el exterior no lo parezca.
Primer detalle diferenciador: uno de los pilares culturales de Occidente en tiempos de las monarquías absolutas, Francia, se expresa hacia el exterior sobre todas las cosas; luego no descuida los interiores aunque los condiciona –y hasta los fuerza- al partido exterior. Será después, en plena decadencia de este modelo, que se internará en la ensoñación artificiosa del Rococó, alejándose de la figuración exterior.
En el Islam prevalece, ante todo, el espacio interior ya que el exterior, en más de una oportunidad, debe ser también funcional a otros fines y afín a los recursos al alcance de la mano para materializar un proceso constructivo. Belleza interior y fortaleza exterior. Después de todo no debemos olvidar los ataques de unos y otros ya que, por aquellos tiempos, los palos no tenían religión, sino más bien ambición, aspecto que -a mi juicio- no ha cambiado sustancialmente hasta el día de la fecha.

En otras palabras y atreviéndome a una asociación ilícita, de las mías, estamos ante un modelo que se anticipa a la arquitectura orgánica, que tan bien expresara el maestro Wright, ya por el siglo XX.

Hay distintas teorías respecto de la alusión del rojo en el nombre de este bello complejo. En realidad no importa, al menos en este espacio. Lo cierto es que cuando los Reyes Católicos toman finalmente posesión de Granada y, con ella, de la Alhambra, ellos y todos quienes los acompañaban se quedan lisa y llanamente pasmados ante la belleza sutil y la riqueza ornamental de este sitio. Y no sólo se quedan pasmados, hubo uno que finalmente suspiró de alivio: Cristóbal Colón, que andaba buscando financiamiento para los viajes que ya conocemos. Pues bueno, del Reino de Granada y su fortaleza palaciega salieron los dineros.
Después pasaron por allí unos cuantos y, naturalmente, no se privaron de reformar, cambiar, demoler o rehacer. Lo más peligroso: ya en el siglo XIX en este sitio se alojaron tropas napoleónicas en tiempos de la invasión del señor N a la península ibérica. Al tener que retirarse, no faltó el salvaje que intentara volar el complejo, por joder nomás, o despecho si se prefiere. Por suerte para la humanidad a esas alturas los franceses tenían la pólvora mojada y la programada explosión no ocurrió.
Pero ¿qué ocurre en ese interior, tan rica e inteligentemente trabajado? He aquí el punto saliente: se cultiva una estética en la que se observa la abstracción y se exaltan los sentidos. Toda una sutileza, propia de un pueblo que sabía de la buena vida. Y obviamente aparecen aquí los dos elementos que citaba en el caso anterior: los jardines (o patios) y el agua. Y lo hacen en forma diametralmente opuesta al criterio occidental: aquí se acompaña a la Naturaleza, no se pretende superar a Alá.

Es así que el agua circula por algunas estancias (externas e internas) sin que sea vista en más de un caso y se juega con el simple sonido que ella produce a su paso. Así, también, aparecen espejos de agua que duplican y magnifican la imagen exterior de lo edificado, cosa que luego ha sido y es replicada… pero unos siglos más tarde, que no es lo mismo.
Luego, los jardines, que se presentan “inorgánicos”, cosa que por supuesto no es así toda vez que son cuidadosamente programados para que, justamente, se acerquen al plano de la belleza del oasis, ese sitio de paz y alivio en medio del desierto hostil. Y no sólo eso: en ellos se incorporan flores y especies frutales que aportarán sus aromas a la intencional búsqueda de sensaciones que aporten tranquilidad, frescura y placer a los habitantes del lugar.

El arte, el espacio arquitectónico, es percibido sensorialmente. Luego, son nuestros sentidos quienes envían sus estímulos a nuestra mente que se ocupa de procesarlos. Está fenómeno, esto es de manual. Ahora bien, no deja de llamar la atención que además de exacerbar los placeres que oído y olfato nos ofrecen, se agregue arrolladoramente un mensaje visual que es en este caso absolutamente racional, abstracto, haciendo del juego geométrico y el uso del color, la estilización repetitiva de formas naturales y hasta el mismísimo uso de la propia escritura transmitiendo mensajes específicos propios de los valores significativos de esta cultura. A mi me parece que a esto se lo puede denominar un inteligente equilibrio.

En fin, hay mucho más para comentar. Simplemente he querido plantear aquí la dicotomía y las contradicciones que presentan dos ejes culturales que mucho tienen que ver con nuestro presente. Me voy pensando que, si me dieran a elegir, yo preferiría ser un sultán y no un rey, por más soleado que fuere. Aunque, pensándolo mejor, tampoco me veo en el rol de un sultán, sobre todo si "pierdo como una mujer lo que no supe defender como un hombre".

7/3/09

1,2,3... Iaies otra vez

Los que tienen la paciencia de visitar de vez en cuando este espacio saben que soy un fanático de la música de Adrián Iaies. Bueno, insisto. Y lo hago porque me piace.
Acá vamos con un video muy bueno, eso creo. Iaies junto a Pepi Traveira (prestar atención, esto es lo que yo llamo un baterista), interpreta el tema Allucinatios, de Bud Powel. Esto pasó en Buenos Aires, año 2007. Hace un rato nomás.



Me permito un comentario más, quizás redundante. Cuando veo los hiperdespliegues "pop" en los que se supone hay música que es los más, suelo observar -entre otras tantas cosas que distraen al público de la música en sí- a superbateristas, tapados de tambores y cuanta cosa exista en el mundo de la percusión. Aquí no, sólo se trata de música, por lo que al amigo Traveira le basta un sencillo redoblante y alguna cosita más. Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Eso decía el señor Gracián.

4/3/09

Para vos, compañera



Comentario al margen: si no has escuchado la música de Luis Salinas, estás perdido. Metete en una casa de discos o, al menos, en YouTube. No te vas a arrepentir.

Relato leve, apenas un recuerdo

Nuestra calle había sido empedrada, aunque de forma irregular. Para explicar un poco de que se trataba esto diría que alguien nos había salvado del barro condicionando a dar tumbos a aquellos vehículos que transitaran por allí. Así y todo nosotros no conocíamos lo que era un vehículo, nos limitábamos a caminar por el barrio, obviamente. Y a jugar a la pelota.
La gran desventaja, entonces, era que el field no servía demasiado para darle a la globa. Sin embargo la situación presentaba una gran ventaja: no pasaba nadie por la calle de mi casa, por lo de los tumbos, a excepción del carro del panadero (sí, el panadero), el lechero y el infaltable botellero. En otras palabras: los pibes del barrio éramos los dueños de la calle y en ella jugábamos constantemente salvo, claro, en dos momentos del día: a la hora de hacer los deberes de la escuela y a las cinco, cuando daban a Piluso.
Un día, repentinamente, llegó el progreso. Alguien se ocupó de hacer el asfalto, y no sé si digo bien, por ahí debería decir que un señor pavimentó la calle, en este caso utilizando la tecnología del hormigón armado. En otras palabras, más sencillas, se hizo la calle con cemento.
El detalle no es menor. Un pavimento de hormigón implica una sucesión se losas apoyadas en un suelo compactado. Estas losas tienen cierta medida estándar y entre ellas existe lo que los profesionales de la construcción definimos como una junta de dilatación, que no es otra cosa que esa rayita negra, hoy gris, que cualquiera puede ver cuando anda por una calle o ruta cualquiera si la misma es –justamente- de hormigón.
Cuestión de fondo: ahora había una calle distinta. Aspecto fundamental para los pibes del barrio. Había –avance tecnológico mediante- una cancha prolijamente demarcada. Una raya (junta de dilatación) era la meta a defender, allí un “arco” marcado con dos piedras, camperas o lo que fuera. La siguiente raya, el medio campo. La otra, el objetivo del equipo: el arco del rival. Fácil, concreto, diversión empedernida de los pibes del barrio.
Pero la vida no es perfecta, y en este caso, por supuesto, tal regla se cumplía. El portón metálico de la casa de Doña María coincidía –nada menos- con el mediocampo. Terrible conflicto. Absoluta tentación del piberío del barrio: pegar un flor de pelotazo en el portón de Doña María a la hora de la sagrada siesta. Nada era más satisfactorio que colmar la eterna paciencia de aquella mujer, cabeza de una familia inmigrante (su esposo hacía años que había fallecido), que a fuerza de trabajo y constancia había dado hijos y nietos al país, además de su trabajo, siempre honrado, eternamente sacrificado.

-Déle, Doña María, ¿nos da la pelota?
-¡Ma no! ¡Nada de pelota! ¿Entendiste?
-Pero déle, Doña, fue sin querer…
-Bambino mentiroso, ya vas a ver cuando hable con tu mama…
-Pero esta es una Pulpo, déle… no sea mala.
-¡No! Ma que Pulpo ni que pulpo. No devuelvo nada. Son todos unos atorrantes. Primero aprendan a ser gente decente. Vayan a la escuela.
- Vamos a la escuela, Doña María.
-No se nota. Se ve que ya no te enseñan como la gente. Antes era diferente. ¡Atorrantes!
-Pero, Doña María, nosotros la queremos. Sea buena, doña. Somos decentes.
-Tu papá y tu mamma son gente buena. Vos sos un atorrante.
-Déle… sea buena… fue sin querer… déle doña…
- (…)
-Está bien, te la deco. Pero esta es la última. Otro pelotazo en el portón y te juro que la corto con el cuchillo de la cocina.

Decía que la vida no es perfecta y expuse el conflicto. Podría decir también que teníamos la perfección al alcance de la mano. Pocas cosas superaban el shock de adrenalina que implicaba hacer enojar a Doña María. ¿Nos dejaría alguna vez sin la pelota, definitivamente? ¿La Pulpo sería sacrificada, cual cordero bíblico? Si no me equivoco esas fueron mis primeras disquisiciones metafísicas. ¿Hasta donde llegar, cuál era –en todo caso- el límite?

El portón estaba pintado de verde, color atractivo e incitante. Decía que eran pocas las cosas que podían superar el placer de darle un pelotazo al portón verde de Doña María. Ella tenía sus años y penas encima. Le sobraban razones para reclamar tranquilidad, particularmente a la hora de la siesta. Pero la vieja, bastante cascarrabias, en el fondo jugaba el mismo juego que nosotros. Nunca hubo límite porque los mayores se ocupaban de nosotros. Hablo de barrio, de un sistema implícito de contención, donde todos se puteaban y se cuidaban a la vez. Hablo de las sillas en la vereda, a la fresca, chusmeando y mateando. Nada que fuera virtuoso, simplemente un sistema contenedor, con sus reglas, premios y castigos.
El barrio tenía sus horarios. Por la mañana estábamos en la escuela, que quedaba a una cuadra de casa. Al medio día almorzábamos, de la mano de nuestras madres. Luego, inevitable, a jugar a la pelota (ese es el punto, Doña María y otros tantos mayores, dormían la siesta), al rato los deberes y Piluso. Al atardecer, nada de andar jodiendo con la pelota, al decir de Serrat, ya que era la hora del mate en la puerta.
La calle era ganada por los mayores y nosotros nos contentábamos con jugar a los autitos, esos que se rellenaban con masilla y remedaban los Ford y Chevrolet de los Emiliozzi, Gálvez, etc. A lo sumo podíamos admirar los perfectos glúteos de la precoz Pato, la nieta de Doña María, causal perenne de la periódica confesión ante el cura de nuestros malos pensamientos, a diez padrenuestros por sesión.
La Pato estaba buena, no cabe duda. Lo interesante del caso es que hoy, luego de tantos años y cuando Dios quiere, nuestros caminos se cruzan y a pesar de la distancia y la falta de contacto, siempre aflora el entrañable cariño que aquellos días han dejado en nuestra memoria, por más que con la Pato no pasó nada, al menos en mi caso.
Estoy seguro de no andar contando nada que no se haya contado (y hasta el hartazgo), pero es mi cuento, el de una niñez más que interesante, a pesar de las rebeldías juveniles de los años del Flower Power y los de plomo también.
En mi madurez –y no creo ser original con lo que digo- me quedo con la pelota, Doña María y el barrio. ¿Será este el sentido del Tango? No sé, por las dudas me voy a escuchar unos tanguitos jazzeados por Iaies. Nos vemos.

PD: El barrio ya no lo es. Ahora pasan por allí automóviles y buses. Las viejas casas ya no están. La gente tampoco. El tiempo hizo lo suyo.