4/3/09

Relato leve, apenas un recuerdo

Nuestra calle había sido empedrada, aunque de forma irregular. Para explicar un poco de que se trataba esto diría que alguien nos había salvado del barro condicionando a dar tumbos a aquellos vehículos que transitaran por allí. Así y todo nosotros no conocíamos lo que era un vehículo, nos limitábamos a caminar por el barrio, obviamente. Y a jugar a la pelota.
La gran desventaja, entonces, era que el field no servía demasiado para darle a la globa. Sin embargo la situación presentaba una gran ventaja: no pasaba nadie por la calle de mi casa, por lo de los tumbos, a excepción del carro del panadero (sí, el panadero), el lechero y el infaltable botellero. En otras palabras: los pibes del barrio éramos los dueños de la calle y en ella jugábamos constantemente salvo, claro, en dos momentos del día: a la hora de hacer los deberes de la escuela y a las cinco, cuando daban a Piluso.
Un día, repentinamente, llegó el progreso. Alguien se ocupó de hacer el asfalto, y no sé si digo bien, por ahí debería decir que un señor pavimentó la calle, en este caso utilizando la tecnología del hormigón armado. En otras palabras, más sencillas, se hizo la calle con cemento.
El detalle no es menor. Un pavimento de hormigón implica una sucesión se losas apoyadas en un suelo compactado. Estas losas tienen cierta medida estándar y entre ellas existe lo que los profesionales de la construcción definimos como una junta de dilatación, que no es otra cosa que esa rayita negra, hoy gris, que cualquiera puede ver cuando anda por una calle o ruta cualquiera si la misma es –justamente- de hormigón.
Cuestión de fondo: ahora había una calle distinta. Aspecto fundamental para los pibes del barrio. Había –avance tecnológico mediante- una cancha prolijamente demarcada. Una raya (junta de dilatación) era la meta a defender, allí un “arco” marcado con dos piedras, camperas o lo que fuera. La siguiente raya, el medio campo. La otra, el objetivo del equipo: el arco del rival. Fácil, concreto, diversión empedernida de los pibes del barrio.
Pero la vida no es perfecta, y en este caso, por supuesto, tal regla se cumplía. El portón metálico de la casa de Doña María coincidía –nada menos- con el mediocampo. Terrible conflicto. Absoluta tentación del piberío del barrio: pegar un flor de pelotazo en el portón de Doña María a la hora de la sagrada siesta. Nada era más satisfactorio que colmar la eterna paciencia de aquella mujer, cabeza de una familia inmigrante (su esposo hacía años que había fallecido), que a fuerza de trabajo y constancia había dado hijos y nietos al país, además de su trabajo, siempre honrado, eternamente sacrificado.

-Déle, Doña María, ¿nos da la pelota?
-¡Ma no! ¡Nada de pelota! ¿Entendiste?
-Pero déle, Doña, fue sin querer…
-Bambino mentiroso, ya vas a ver cuando hable con tu mama…
-Pero esta es una Pulpo, déle… no sea mala.
-¡No! Ma que Pulpo ni que pulpo. No devuelvo nada. Son todos unos atorrantes. Primero aprendan a ser gente decente. Vayan a la escuela.
- Vamos a la escuela, Doña María.
-No se nota. Se ve que ya no te enseñan como la gente. Antes era diferente. ¡Atorrantes!
-Pero, Doña María, nosotros la queremos. Sea buena, doña. Somos decentes.
-Tu papá y tu mamma son gente buena. Vos sos un atorrante.
-Déle… sea buena… fue sin querer… déle doña…
- (…)
-Está bien, te la deco. Pero esta es la última. Otro pelotazo en el portón y te juro que la corto con el cuchillo de la cocina.

Decía que la vida no es perfecta y expuse el conflicto. Podría decir también que teníamos la perfección al alcance de la mano. Pocas cosas superaban el shock de adrenalina que implicaba hacer enojar a Doña María. ¿Nos dejaría alguna vez sin la pelota, definitivamente? ¿La Pulpo sería sacrificada, cual cordero bíblico? Si no me equivoco esas fueron mis primeras disquisiciones metafísicas. ¿Hasta donde llegar, cuál era –en todo caso- el límite?

El portón estaba pintado de verde, color atractivo e incitante. Decía que eran pocas las cosas que podían superar el placer de darle un pelotazo al portón verde de Doña María. Ella tenía sus años y penas encima. Le sobraban razones para reclamar tranquilidad, particularmente a la hora de la siesta. Pero la vieja, bastante cascarrabias, en el fondo jugaba el mismo juego que nosotros. Nunca hubo límite porque los mayores se ocupaban de nosotros. Hablo de barrio, de un sistema implícito de contención, donde todos se puteaban y se cuidaban a la vez. Hablo de las sillas en la vereda, a la fresca, chusmeando y mateando. Nada que fuera virtuoso, simplemente un sistema contenedor, con sus reglas, premios y castigos.
El barrio tenía sus horarios. Por la mañana estábamos en la escuela, que quedaba a una cuadra de casa. Al medio día almorzábamos, de la mano de nuestras madres. Luego, inevitable, a jugar a la pelota (ese es el punto, Doña María y otros tantos mayores, dormían la siesta), al rato los deberes y Piluso. Al atardecer, nada de andar jodiendo con la pelota, al decir de Serrat, ya que era la hora del mate en la puerta.
La calle era ganada por los mayores y nosotros nos contentábamos con jugar a los autitos, esos que se rellenaban con masilla y remedaban los Ford y Chevrolet de los Emiliozzi, Gálvez, etc. A lo sumo podíamos admirar los perfectos glúteos de la precoz Pato, la nieta de Doña María, causal perenne de la periódica confesión ante el cura de nuestros malos pensamientos, a diez padrenuestros por sesión.
La Pato estaba buena, no cabe duda. Lo interesante del caso es que hoy, luego de tantos años y cuando Dios quiere, nuestros caminos se cruzan y a pesar de la distancia y la falta de contacto, siempre aflora el entrañable cariño que aquellos días han dejado en nuestra memoria, por más que con la Pato no pasó nada, al menos en mi caso.
Estoy seguro de no andar contando nada que no se haya contado (y hasta el hartazgo), pero es mi cuento, el de una niñez más que interesante, a pesar de las rebeldías juveniles de los años del Flower Power y los de plomo también.
En mi madurez –y no creo ser original con lo que digo- me quedo con la pelota, Doña María y el barrio. ¿Será este el sentido del Tango? No sé, por las dudas me voy a escuchar unos tanguitos jazzeados por Iaies. Nos vemos.

PD: El barrio ya no lo es. Ahora pasan por allí automóviles y buses. Las viejas casas ya no están. La gente tampoco. El tiempo hizo lo suyo.

No hay comentarios: