24/7/09

Amanecer

¿Por qué nos inquieta la noche si a ella sigue el amanecer? La noche es desplazada por la aurora, cuando la oscuridad y los misterios van dejando paso a la luz. Y también a los sonidos de la vida. Ellos anuncian, tímidos al principio, luego cada vez más seguros, caracterizando la transición. Sonidos que obviamente no son siempre los mismos, en cada sitio se diferencian. Hay matices.

No estoy pensando en este momento en la extraordinaria variedad sonora que nos regala la Naturaleza, particularmente a la hora en que sus seres diurnos comienzan a despertar y los que habitan la noche se retiran, prudentes. Pienso hoy en la construcción –sujeta a revisión- que se nos ha ocurrido a los seres humanos para organizar nuestra convivencia, la ciudad.

Cada pueblo, tiene su tempo particular. Sus sonidos le pertenecen. Luego, para que las cosas tengan más sabor y deleite, cada cual, en el contexto de su propio sonar, tiene una partitura para cada día de la semana. También tuvo un repertorio distinto en cada momento de su historia. Los sonidos de hoy no son los de hace unas décadas, menos aún los más lejanos, que apenas podemos inferir a través de la lectura de pasadas ficciones, la apreciación artística o el relato histórico. A éstos los imaginamos, los otros forman parte de nuestros recuerdos. El hoy se escucha, aunque no siempre se oiga.

Es perturbador amanecer en un pueblo que nos es desconocido, cuando se ha hecho un alto en el camino en el transcurso de un viaje por la carretera. Todo nos suena diferente y hay allí un instante en el que sentimos que algo se ha detenido en el tiempo y nos encontramos atrapados en una inexplicable burbuja. Estamos escuchando, no oímos, desconocemos. No pertenecemos. Luego recordamos nuestro periplo y, cosa curiosa, generalmente dejamos de prestar atención a lo que escuchamos para referenciarnos en los sonidos de nuestro lugar de origen o aquellos que suponemos (o conocemos) del punto al que nos dirigimos.

Hablaba de una partitura para cada día de la semana. En efecto, no suenan igual los amaneceres cansinos y resignados de los lunes que los teñidos de optimismo de un viernes, cuando la ciudad saborea de antemano el fin de semana. Luego, éste, siempre es particular. El domingo es el día de las grandes definiciones y el que registra juergas y desgracias, amores y desamores, cuando todos ellos ya ocurrieron y se han ido a descansar.

He podido conocer algunos amaneceres. Me gustaría acceder a otros, los que sólo imagino a la distancia. De los vividos opto por los mágicos albores de un domingo en el llamado micro centro o “dawn town” de Buenos Aires. Momento en el que reina el silencio que contrasta con el brutal ruido de la semana.

Las calles están desiertas, los imponentes edificios que cobijan un alocado hormiguero humano de lunes a viernes, son intuidos al trasluz de la aurora. Todo se ha detenido. La ciudad se anima a mostrar la belleza que contiene, ella sola, sin ruidos y sin gente. Ella es y vive aún sin nosotros o, mejor dicho, a partir de los otros. Esos otros que nadie considera, pero que están.

Suenan y son oídas las campanas de campanarios y torres coronados de hermosas cúpulas, revolotean a su antojo las palomas, ruedan hojas sueltas de algún diario que nadie ha retirado y que persiste en su mensaje de papel. Hasta se oye el latir imperceptible del corazón de los semáforos, ese que los condena a un eterno juego sin final: rojo, amarillo, verde… Se escucha la respiración de los que no duermen. Sus pasos. Los recuerdos que aún quedan. Las esperanzas que nunca se abandonan.

Me quedo con el mejor sonido: el del silencio, ese que define todo.

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