5/11/09

Bronces, caballos y demás...

Allí está el emperador, montando su rotundo caballo, dominando desde lo alto de la Piazza del Campidoglio la perspectiva del foro que en su niñez y primera juventud supo pisar César, a modo de nuevo símbolo de la Roma imperial y la papal. Estamos en el siglo dieciséis y nada menos que Bounarroti acometió con el nuevo diseño de este espacio por encomienda del papa Pablo III (Farnesio él), en ocasión de la visita a la ciudad eterna del emperador Carlos I (o Carlos V, es lo mismo, un tipo poderoso sin duda, jefe del imperio en el que no se ponía el sol) consolidando un conjunto arquitectónico asociado a la idea de poder en el mismo sitio que en otros tiempos lo supo ostentar la orgullosa República de Roma, resumida en la sigla SPQR (Senatvs Popvlvs Qve Romanvs). Advirtamos al lector desprevenido que en esos tiempos Roma daba asco y el jefe de la Iglesia de Roma no podía andar pasando papelones ante semejante visitante y muy poco le importaba este asunto del Senado y el Pueblo de aquella ciudad (república) que supo tener más de un millón de habitantes antes de que Cristo naciera.

No cabe duda que la escultura es magnífica y todo un ejemplo, sobre todo técnico (un alarde diría) de la capacidad del viejo imperio. Lo curioso es que el personaje inmortalizado es Marco Aurelio, considerado un filósofo estoico, quien según muchos se comportó moderadamente -en el contexto de su tiempo- a pesar su poder. No creo que germanos, partos, galos y otros bárbaros pensaran lo mismo, pero dejaremos este “pequeño detalle” a los habitantes del Walhalla o quienes se anduvieron por la antiquísima Mesopotamia.

Don Marco emitió numerosas reformas de ley en las que limitaba los abusos de la jurisprudencia civil. Promovió medidas favorables para los esclavos, las viudas y los menores de edad reconociendo las relaciones de sangre en lo que respectaba a la sucesión. Estableció también una división social entre los honestiores y los humiliores ("el más distinguido" y "el menos distinguido", respectivamente) (1). Y digo más, si bien los “novedosos” cristianos no eran todavía admitidos, no se metió demasiado con ellos. La sangre no lo excitaba demasiado y por lo que se cuenta, en el circo prefería no prestar atención a lo que sucedía, leyendo absorto algún texto. Todo lo contrario que su hijo y sucesor, Cómodo Antonino, que estaba más loco que una cabra y no se privó de nada: puro sexo, drogas y rock and roll, sangre incluida. Por suerte para todos nosotros el actor Russell Crowe –ficticio Maximus- se lo deglute al final de la película El Gladiador, aún a costa de su segunda muerte (la primera y más importante ocurrió cuando mataron a su mujer e hija, eso está más que claro), gens en mano. Menos mal que hoy tenemos a Hollywood. Estamos salvados.

Volviendo a esta arquetípica escultura –enchapada en oro, además de estar realizada en el siempre apreciado bronce- es interesante acotar que sobrevivió a la codicia de más de un papa porque se la suponía un homenaje a Constantino, el gran emperador cristiano y no por sus valores artísticos o históricos. Después de todo en tiempos de Marco Aurelio Roma era un ámbito pagano, en tanto despreciable para el pensamiento medieval. Debe admitirse que algunas confusiones del Medioevo resultaron convenientes, al menos en este caso. Cosas de la historia, o de la vida, siempre bañada por los equívocos. Tened paciencia vuestras mercedes, que hacia allí vamos.

Pero estamos en el Renacimiento, decía, y detengo el paso en la ciudad (república) de Venecia, la de la sabia y defensiva decisión de emplazarse sobre el agua; la misma que siempre supo hacer buenos negocios con sus naves. La aparente adversidad del agua fue su fortaleza, la gran barrera defensiva de la ciudad estado. Allí, en il Campo di San Zanipolo, entre el Ospedale y la basílica de San Giovani e Paolo, nos encontramos con la majestuosa escultura de Andrea del Verrochio, estatua ecuestre del condottiero (mercenario, guerrero profesional) Bartolomeo Colleoni, hombre de estirpe longobarda. Venecia siempre supo darse algunos gustos, entre ellos inmortalizar –contra las costumbres de la sociedad veneciana- a un militar a sueldo que no había nacido entre los canales, quien sobre fines de la Edad Media supo prestar sus exitosos servicios bélicos a la ciudad del mítico Marco Polo, en particular los devenidos de los entredichos con la siempre peligrosa y no poco poderosa Milán.

Y si de Milán y el orgulloso jinete del soberbio equino plasmado por Verrochio hablamos, es imposible pasar por alto a Francesco Sforza, quien supo tener bajo su mando al amigo Colleoni (¿cómo, no era que luchaba para Venecia?) y también como hábil adversario en el campo de batalla. Francamente, si se me permite la digresión, no faltan los políticos contemporáneos que cuyas conductas se parecen a las del condottiero, "borocotización" mediante. (2)

Fallecido el gran Francesco, trepa al poder el más que inquieto Ludovico, il Moro, su quinto hijo, quien terminó cayendo bajo la presión del no menos inquieto rey de Francia, asociado a –vaya casualidad- la república de Venecia y el papa Borgia (Alejandro VI) y su célebre brazo ejecutor e hijo, César (¿habrá tenido algo que ver su nombre con el recuerdo de aquel César de la vieja Roma?). Cosas de señores y guerreros. Asuntos de la historia que desde mi punto de vista es bastante borgiana, digamos circular.

Leonardo nunca pudo olvidar las sesenta o setenta toneladas de bronce acopiadas para concretar El Gran Caballo, homenaje ecuestre dedicado al padre de Ludovico. Sobre todo porque se la había pasado diseñando majaderías (hoy se las llamaría “instalaciones” probablemente) aptas para festines y sorprendentes –por lo adelantado de su concepción, ninguna viable en aquellos tiempos, todas hoy una realidad- máquinas de guerra para Ludovico y estaba frente a la oportunidad de realizar la mayor y mejor escultura ecuestre de todos los tiempos. No las olvidó, al fin, porque habiendo realizado el modelo final en arcilla (de unos siete metros de altura, deliberadamente superador de la obra de Verrochio, a la sazón maestro de Leonardo), comenzó la guerra de Milán con la coalición apuntada y allá se fue el bronce, en bombardas y demás artefactos de muerte de aquellas épocas. Para colmo de males, perdida la batalla, los arqueros franceses no tuvieron mejor idea que practicar el tiro al blanco con el modelo de Leonardo (después de todo no se trataba de otra cosa que la exégesis de los Sforza), y literalmente hicieron pomada al modelo, en sí una obra de arte. Casi nada quedó del ambicioso proyecto de Leonardo. Bocetos, algún pequeño ensayo en escala.

Frustrante experiencia para quien siendo -y sintiéndose- un maestro, necesitaba superar todo lo hecho hasta aquel momento. Lo cierto es que no hubo caballo superador de Da Vinci pero sí un traslado a tierras galas, Gioconda bajo el brazo, en el que todavía quedaron fuerzas e ingenio para algunas notables intervenciones (por caso las curiosas escaleras de Fontainebleau), bajo la égida de su nuevo mecenas -el rey Francisco I- quien según se cuenta, lo admiraba a punto de tener al maestro en sus propios brazos a la hora de su muerte. Dato aparte, a modo de cotilleo histórico: da la casualidad que el rey Francisco tuvo como gran rival al citado Carlos I. Lo dicho: un gigantesco embrollo circular. Todo un culebrón.

La figura ecuestre es un tema complejo. El caballo (y no el homenajeado) es lo más difícil, particularmente si de esculturas coladas en bronce hablamos. En fin, no es cuestión de hacer de esto un mamotreto. Baste mencionar que sobran ejemplos de homenajes ecuestres a lo ancho del mundo. Algunos muy buenos y otros, más de lo que uno desearía, mediocres. Muy pocos, quizás ninguno, como los del exquisito Verrochio o el desconocido escultor de la vieja Roma. Eso sí, a los poderosos siempre les ha gustado el bronce y, si es a caballo, mejor. Machismo puro, aunque no está de más adoptar una actitud prudente ante las "amazonas" del nuevo siglo. A mi me asustan, lo confieso. Luego, están los equinos y sus verdaderos jinetes, esos que saben y dificilmente serán plasmados en el bronce.


Pasaron los tiempos, cambiaron algunas costumbres. Los pueblos fuimos al rescate de nuevos héroes (o anti héroes; somos posmodernos) y míticos personajes, bronce mediante. Ya lo dijo Horacio Salas, en su muy recomendable obra El Tango (3), refiriéndose al Zorzal Criollo, Carlos Gardel: “…La sonrisa perenne, indestructible, adquiere tal carácter simbólico que además de acompañarlo como un tic estereotipado en sus fotografías lo acompaña en el monumento que se levanta sobre su tumba en el cementerio de la Chacarita. Cuando uno de sus más fanáticos seguidores lo bautiza “el bronce que sonríe”, por sobre la cursilería de la metáfora está la realidad: Gardel es de bronce.” Se sabe: Gardel cada día canta mejor.

Es Gardel precisamente quien engendra junto al gran Le Pera allá por 1935, a un “…noble potrillo / que justo en la raya / afloja al llegar…” Por una cabeza, tango inmortal, ese que nos cuenta de otras batallas, las de los eternos perdedores. Miserias, arrojos inútiles, éxitos a lo pirro, seguras derrotas. Historias de hipódromo y “burros”. Caballos de noble estirpe tales como Lombardo (vaya casualidad, me acuerdo de los muchachos de Milán, sus guerras y la Lombardía), Yatasto, Lunático, cuyo dueño era justamente el gran Carlitos. Vueltas y más vueltas de la vida, como las de la pista de carreras en la que los nobles equinos ponen todo, sabiamente guiados por diminutos jinetes, livianitos pero corajudos, mientras una multitud es capaz de jugarse todo, absolutamente todo, a cambio de nada o en todo caso, de una ilusión atravesada por la ambición o la desesperación. Igual que la historia de Ludovico quien, como hemos contado, terminó como Tarzán: desnudo y a los gritos. Por una cabeza...

Quien no acabó como el gran Tarzán, por prudente, y para muchos habitantes del Río de la Plata merecedor del bronce, ha sido Ireneo Leguisamo, “Legui” para los allegados y/o fanáticos. Maestro nacido en el Uruguay que ganó su última carrera tan solo a los setenta años, todo un joven. Gran jinete, un caballero y eximio bailarín del Turf, que no montaba al animal sino que formaba equipo con el bicho para hacer de la contienda un tango inmortal. Un tipo sensible, con la percepción necesaria para comprender al noble animal. Quinientos clásicos ganados. Para eso hay que saber hacer las cosas, sin violencias, pacientemente. No siempre sale bien, no es tan sencillo. Dije que Ireneo ha sido un grande o algo por el estilo. ¿Hay quien en este gran Río de la Plata lo ponga en duda?

No conozco de bronces que honren la trayectoria de Leguisamo pero sé, como creo que sabe la mayoría de los argentinos con un mínimo de memoria, de una bebida espirituosa que adoptó su apodo: Legui. Caña quemada Legui, licor que "nació" en honor al "Pulpo" (así le decían los amigos) a base de alcohol, azúcar, hierbas y agua. Se lo llamó “el licor argentino”. Se lo publicitó de extraña manera por medio de un comercial que hizo historia y que, vaya novedad, no transcurría en nuestras húmedas pampas. Un estúpido comercial según mi percepción, tan estúpido como nostros mismos. Miremos.


¿Por qué habrán puesto caballous? Respuesta: pregúntenle a Marco Aurelio, gilunes.

1. Interesante este asunto de los honestiores y los humiliores. No estaría de más profundundizar al respecto
2. Ver, para mayor comprensión de quienes no tienen la suerte de habitar estas hermosas tierras.
AQUÍ.
3. Horacio Salas. El Tango. Emecé Editores S.A. 2004, Buenos Aires.

P.D. Ya que estamos ¿han notado la diferencia de gesto entre Marco Aurelio y el amigo Colleone? Ese palote que el condottiero lleva en su mano intimida.

3 comentarios:

Palabras como nubes dijo...

De Marco Aurelio a Leguisamo!! Vaya, qué vuelta me di! Y como si fuera poco, paseíto por Venecia, qué más se puede esperar?

Ahora me siento un rato a tomar un vaso de Legui (que me encanta!!!!)

Hablando de caballos perdidos, tu texto -además de enseñarme, recoger los datos y disfrutar anécdotas- me hizo acordar al significado de las patas de estos animales en las estatuas que supuestamente recuerdan a héroes -aunque algunos no merecen este calificativo- Parece que don Marco murió por heridas de guerra ¿? Ni idea, che.

Buen informe, Francisco, como siempre.
Abrazo
Jeve.

ars dijo...

Dos patas en el aire: murió en combate.
Una pata en el aire: murió de heridas ocasinadas en combate.
Cuatro patas en el suelo: murió de causa natural.
Se supone que esto es así, pero para mi no lo es tanto. Te invito a observar la escultura que, en la Plaza San Martín (Bs. As.) se rinde justo homenaje a nuestro libertador. Dos patas arriba. Que yo sepa el Santo de la Espada murió de viejo en Francia, en el exilio (como buen argentino) y, para colmo de males, su heroico -nada sorprendente toda vez que había sido planificado en las logias de Londres- cruce de Los Andes, lo hizo en mula o, lisa y llanamente en una camilla. Estaba enfermo. De allí su valor que, está claro, no surge del gran "caballo blanco de San Martín".
Los verdaderos héroes son muy humanos y no cagan bronce.
Luego, sos muy generosa conmigo. Gracias.

ars dijo...

Otro si digo: Leonardo, con su nunca concretada escultura del "Gran Caballo" probó con un primer modelo con las dos patas arriba, cosa que nada tenía que ver con mi tocayo Francesco Sforza. El quería un "alarde", algo contundente y bien grande, "grosso". No pudo, las leyes de la física se lo impidieron. Es una cuestión de equilibrios, pesos y contrapesos. No viene al caso pero esto, en física se llama "momento". Fuerza por distancia, para decirlo brevemente. Otro día lo explico mejor.