3/12/09

Francisquito

Samuel Coleridge dijo alguna vez que "Probablemente todos los misioneros que han ido a regiones en las que sus compatriotas se hallaban ya establecidos (…) han encontrado en ellos a los peores enemigos de su obra de evangelización. En este sentido, las naciones católicas son tan culpables como las protestantes. España, Francia y Portugal son tan culpables como Inglaterra y Holanda".

Francisco de Jaso y Azpilicueta, nacido en Javier, Navarra (cerca de Pamplona), España, canonizado por la iglesia de Roma como San Francisco Javier, bien podría aseverar lo afirmado por el romántico inglés. Sin doblegarse soportó adversidades y grotescos abusos soezmente coloniales durante su incansable trasiego por tierras orientales predicando el Evangelio apoyado, me parece, en tres pilares: su profunda fe, la inspiración de quien fue su compañero de estudios en la Universidad de París, Ignacio de Loyola y su condición de navarro, que no son fáciles de domar los hombres de esas tierras. Es que profesar una fe a ultranza, ser jesuita y encima navarro, es una combinación que merece respeto.

Hoy es 3 de diciembre, fecha en que los católicos recuerdan al hombre que “inspiró” a mi padre para asignar a su tercer hijo, quien esto escribe, el nombre que lleva. Luego, imposible de pasar por alto, está mi abuela Francisca. Menos mal que nací hombre porque el muy tozudo de José, mi padre, me zampaba el nombre de todos modos. Podría imaginarme ser una Francisca pero lo de Javier, Navarra… es algo más complejo. Dios existe: me puso en el género masculino.

¿Y por qué no solo Francisco, papá? Pregunté alguna vez. ¡Joer hombre! ¿Es que no lo entiendes? ¿Cómo podrías llevar tú el nombre de un italiano? Además, hijo, tú eres Quico. Con perdón de la digresión, observarán ustedes la claridad y fluidez de los diálogos hijos-padres o padres-hijos en ciertas épocas, como la de mi niñez. Una putada, dirían los españoles.

Unos años después descubrí el significado de tan rotundas palabras: Pietro di Bernardone, apodado Francisco por su padre –Juan- y nacido en Assisi, es el San Francisco universal, el del amor inagotable.

Más allá de las consideraciones peninsulares (ambas) y los aspectos relacionados con las creencias religiosas que podemos tener o no, debo confesar que mi nombre me gusta y, fuere como haya sido, me encanta ser Francisco Javier. Me gusta llevar el nombre de hombres singulares (el de Navarra y el de Assisi) y me gusta más todavía ser un Javier, aunque no sea navarro, en todo caso hijo de andaluces, Almería para ser más precisos. Ya lo dije alguna vez: "uno es un moro judío que vive con los cristianos."

Me gusta también, y mucho, ser argentino y estoy orgulloso de ser un descendiente más de hombres y mujeres que un día vinieron a estas tierras buscando un destino superador, desgarrados por el desarraigo, pero abiertos a una nueva condición, asociada al arraigo con la tierra que los cobijó. Me gusta que mis viejos hayan decidido que yo fuese argentino. Tipos generosos los peninsulares (ambos).

Lo interesante del caso es que Francisco es un nombre de origen germano que, según el sacrosanto Google (casi un pater familiae de estos tiempos on line), significa “el abanderado”. No hay caso, soy un jodido asociador ilícito (obsesivamente curioso) y se me van ocurriendo algunas cosas. La primera: ¿y a que viene este lío de santos españoles o italianos, si resulta que el nombre es de origen germano? Segunda: vuelvo a los desarraigos y arraigos, esta vez en versión nibelunga, que no son pocos y mucho han dado. Luego: ¿abanderado de qué?

Solo una respuesta: probablemente soy abanderado de las causas perdidas, esas que bien valen una misa.

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