Me asombran las personas que no dudan. ¿Es posible no dudar? Veo a seres cósmicos, diría absolutos, exudando certezas y una energía que asusta, sobre todo cuando ellas, las certezas cósmicas, se refieren a nuestros destinos y nos cuentan un mundo que no conocemos aunque habitamos. Porque trasegamos otro mundo, donde cabe la duda.
Los dueños de la verdad no cejan e imponen admonitorios su pensamiento de acero inoxidable, condenando, alimentando escarnios y violencias. No acuerdan, solo vociferan órdenes.
Mientras tanto vamos muriendo de a poco. Y a nadie le importará demasiado. Los cósmicos seguirán. Nada habrá ocurrido. Solo palabras.
30/4/10
24/4/10
17/4/10
La Obra Maestra
Alguna vez me animé a afirmar que “…el arte es todo aquello que consideramos arte.” Con esta consigna comenzó ars no hace tanto (VER), aunque mi sensación indique que ha pasado agua bajo el puente, mucha más de la que imaginé. Hoy, en cuanto a la pretensión de definir qué es o deja de ser una obra de arte, sigo pensando lo mismo. En todo caso dejo las definiciones a quienes tienen los saberes y el ánimo suficiente para hacerlas.
Pero hay una pregunta, menos fácil, que nunca hemos abordado: ¿qué es o cuál es, en todo caso, una obra maestra? Una cosa es el arte y otro aquel que se instala como tal atravesando los tiempos y sus contextos.
El fin de una obra de arte, las expectativas depositadas en ella y el papel de su creador no son inmutables, varían según las épocas y los paradigmas socio culturales. Sin embargo hay un puñado de obras capaces de trascender a su tiempo, de inspirar y transmitir su mensaje (recordemos, de paso, que el arte es comunicación en estado de pureza), soportando el paso del tiempo. Y digo más, en algunos casos, el tiempo les ha conferido genuinos atributos que no necesariamente fueron explicitados en el instante en que fueron creadas.
Desde que el hombre fue ser pensante, en los orígenes mismos de la civilización, el arte estuvo presente. El hombre no puede existir sin arte, ya que éste es innato a la condición humana. Pero tuvieron que pasar varios milenios para que “el artista” fuese un sujeto. Recién en el Renacimiento Italiano se concibió que el artista debía ser juzgado por su intelecto e imaginación antes que por su destreza y, sobre todo, por sobre la inspiración mágica y/o religiosa, la de lo sobrehumano, que en instantes de “inspiración” podía acompañarlo.
No sabemos sino apenas suponemos las motivaciones y fundamentos de las civilizaciones más antiguas. Podemos contar que el revolucionario mundo griego hablaba de “demonios” que poseían al artista en su instante de inspiración. Los romanos, siempre más pragmáticos y auto complacientes, convirtieron a estos juguetones y peligrosos personajes del momento creativo en “genios”. La Edad Media impuso a la majestad divina, fuese Dios, Alá o el mismísimo Jehová. En fin: Dios, el de la palabra abstracta. También nos regaló un sinnúmero de diversos “duendes”, incluidos los de los cerrados bosques de las tierras bárbaras, según pensaron los romanos. Y, en lo concreto de la existencia humana, el artista fue ante todo un artesano y una obra maestra aquella que se presentaba como prueba de haber adquirido determinadas habilidades. Punto. La inspiración, el pensamiento autónomo, no era tal sino una cuestión divina o en el mejor de los casos, algo compartido, en una suerte de sociedad compleja, entre las miserias del más acá y el más allá, nunca aprehendido.
Pero hubo un Renacimiento, lo dijimos. Y el hombre puso su firma bajo cada obra que fue capaz de crear por sí, más allá de lo divino. El hombre se constituyó en el creador, con nombre y apellido.
En el presente, según creo, el concepto de obra maestra tiene mucho que ver con los grandes museos, concepto asociado a las ideas de la ilustración y, sobre todo, los fundamentos ideológicos de la Revolución Francesa (me permito una digresión, que no es otra que señalar que esta bendita “revolución” ha sido sumamente contradictoria), y en una especie de “up grade” de lo antedicho, en un vasto mercado bien concreto, plagado de galerías de arte, inversionistas, modas y movidas mediáticas. En otras palabras: negocios.
Pero no todo es “aire” ni crítica al voleo. Existen algunos mínimos parámetros que nos pueden ayudar a identificar o intuir aquello que nos puede llevar a la convicción de encontrarnos ante una obra trascendente, quizás una obra maestra.
La primera tiene que ver con los parámetros de la antigüedad y es inmutable: el virtuosismo. Es que al ponderar cualquier proeza –sea de un músico, un actor, un pintor o un arquitecto- la técnica es un factor de primer orden. Un gran artista necesariamente debe dominar habilidades ineludibles y tener además el conocimiento y la imaginación que impulsen tales destrezas, junto con los parámetros artísticos de su momento, hasta nuevos espacios: ir hacia las fronteras de lo que puede llegar a ser en un futuro inmediato. El genuino virtuosismo termina disfrazado en el dominio de la técnica.
Luego, un valor que en los tiempos que vivimos –a partir del Renacimiento- es imprescindible: la innovación. Los pioneros, los innovadores, en el espacio de la modernidad, han conseguido un puesto de honor en la historia. Hoy, ya en la posmodernidad (o vaya uno a saber en qué estamos enfrascados), el arte y artista se definen a partir de la imprescindible innovación.
Debo decir en términos personales y en el presente que nos toca vivir, que este valor se presenta algo equívoco, diría que hasta a veces peligroso: en haras de la innovación uno ha podido asistir a una serie de creaciones de dudoso valor, muy aplaudidas algunas, aunque con significados poco trascendentes, penetrados de discursos mediáticos, políticamente correctos, que están "de moda". Innovar porque sí me resulta una estupidez, una pose afectada de muy poco valor conceptual. El arte no necesariamente debe ser revulsivo, como hoy por hoy muchas veces se presenta. Por más que los pensadores nos han enseñado que lo estético no necesariamente se asocia al concepto de belleza, sigo pensando que ella, la belleza –en los términos en que podemos concebirla en nuestros días- sigue teniendo sentido. Es más, la considero necesaria, imprescindible. Rechazo la exégesis de lo feo, lo banal y procaz. Una cosa es el erotismo y muy otra la prostitución.
Aparece, más tarde, un aspecto que no es menor: el mecenazgo. En otras palabras ¿quién paga al arte? Antes del siglo XIX y el surgimiento de los marchantes, casi la totalidad de las obras de arte eran encomendadas por mecenas que por lo general ejercían un papel decisivo en el tema y la apariencia final de la misma. En tiempos del Renacimiento, luego también, se solían suscribir verdaderos “contratos de obra” en los que se especificaban con meridiana claridad el tema, los personajes a ser incluidos en las escenas que narraría la obra, los colores y/o materiales a ser utilizados, etc. Muchos, la mayoría, de los grandes maestros de un momento tan sublime como el Renacimiento, y su expansión creativa y su abrumadora e hipercreativa expansión, el Barroco, fueron lisa y llanamente grandes “empresarios” del arte, empezando por el mismísimo Miguel Ángel. Ni les cuento de Gian Lorenzo Bernini, un singular.
¿Es que, entonces, los maestros que todos admiramos fueron prosaicos, sólo seres impulsados por un interés dinerario? La respuesta es negativa. Volviendo a Miguel Ángel, señalo dos excepciones –entre tantísimas obras descomunales- y experiencias sobresalientes, superlativas: las pinturas del techo de la Capilla Sixtina y su singular David. Así y todo, estas obras también fueron encomiendas, con papeles incluidos. No se imaginan lo que pudo ocurrirle al maestro si el fastuoso bloque de mármol del que nació la escultura de todos los tiempos, el David, se hubiese perdido o dañado durante la ejecución de la obra. Todavía el gran Miguel Angel, o sus descendientes, le estarían pagando intereses al banco, o al gremio que ofició de comitente en este caso. No nos equivoquemos, las sociedades modernas han sido y siguen siendo hipócritas.
Lo cierto es que recién en el siglo XIX, ya entrado el Romanticismo, que es lo mismo que decir “ayer nomás”, emergió incipientemente el artista como individuo solitario, a veces contestario, con su propia visión del mundo. Los Goya (con sus tremendas contradicciones), Caspar Friedrich o Turner, y todos los que vinieron luego, son producto de su genio “humano” y de los contextos socio culturales en los que pudieron crear. Y nada fue fácil: recordemos los finales, siempre sensibles y geniales, del gran Goya: sus pinturas negras.
Hay, además, un aspecto que no podemos pasar por alto. La visión del artista o, si se prefiere, la visión artística. Son pocos, muy pocos en verdad, los artistas que son capaces de sobrevivir sin el respaldo de mecenas, marchantes y coleccionistas; pero no es menos cierto que tales apoyos garantizan calidad a la hora de la creación de la obra de arte. Hay una cualidad que es innata al artista: la creencia en una idea y el poder de expresarla. Esta condición define al artista de todos los tiempos. La falta de tal creencia o condición, la inexistencia de un empeño particular, es tributaria de la mera decoración e ilustración, sin menoscabo de méritos técnicos u otras virtudes que, por virtuosas que sean, son efímeras, nunca trascendentes.
Vamos a intentar ir concluyendo este devaneo, para nada profesional, apenas un somero ejercicio que pretende el hoy arcaico concepto del sentido común. Nos queda una pregunta esencial: ¿Cuál es el papel del artista?
Un mito reduccionista y contumaz es que el del genio despreciado en vida y sólo ponderado acabadamente después de su muerte. Esta circunstancia, que ha ocurrido, es excepcional. El caso paradigmático es del Vincent Van Gogh. Pero debemos reconocer que no hay, no hubo, tantos Van Gogh en la historia del arte. El ha sido una excepción que confirma una regla. Podemos hablar, sí, de “exitosos” en un tiempo que hoy nadie recuerda ni reconoce, salvo por el valor de lo antiguo. Pero resulta difícil encontrar a grandes maestros que fueron lisa y llanamente ignorados aún en vida. Puede ser que sus vidas se vieran atravesadas de luchas para nada menores. Me acuerdo ahora del padre del arte moderno: Paul Cézanne. Nada le fue fácil, en absoluto. Sin embargo él vivió de su arte.
Los artistas -en particular en estos tiempos- trabajan en un complejo entramado de mecenas, clientes, coleccionistas, marchantes, instituciones y colegas del gremio. Para destacar se requiere personalidad y coraje, cualidades que pueden llevar al triunfo a corto plazo; pero solo aquellos que se valen del arte, no como un fin en sí mismo, sino como un medio de proclamar las más altas verdades, logran crear obras maestras capaces de soportar el juicio del crítico más implacable: el tiempo.
Pero hay una pregunta, menos fácil, que nunca hemos abordado: ¿qué es o cuál es, en todo caso, una obra maestra? Una cosa es el arte y otro aquel que se instala como tal atravesando los tiempos y sus contextos.
El fin de una obra de arte, las expectativas depositadas en ella y el papel de su creador no son inmutables, varían según las épocas y los paradigmas socio culturales. Sin embargo hay un puñado de obras capaces de trascender a su tiempo, de inspirar y transmitir su mensaje (recordemos, de paso, que el arte es comunicación en estado de pureza), soportando el paso del tiempo. Y digo más, en algunos casos, el tiempo les ha conferido genuinos atributos que no necesariamente fueron explicitados en el instante en que fueron creadas.
Desde que el hombre fue ser pensante, en los orígenes mismos de la civilización, el arte estuvo presente. El hombre no puede existir sin arte, ya que éste es innato a la condición humana. Pero tuvieron que pasar varios milenios para que “el artista” fuese un sujeto. Recién en el Renacimiento Italiano se concibió que el artista debía ser juzgado por su intelecto e imaginación antes que por su destreza y, sobre todo, por sobre la inspiración mágica y/o religiosa, la de lo sobrehumano, que en instantes de “inspiración” podía acompañarlo.
No sabemos sino apenas suponemos las motivaciones y fundamentos de las civilizaciones más antiguas. Podemos contar que el revolucionario mundo griego hablaba de “demonios” que poseían al artista en su instante de inspiración. Los romanos, siempre más pragmáticos y auto complacientes, convirtieron a estos juguetones y peligrosos personajes del momento creativo en “genios”. La Edad Media impuso a la majestad divina, fuese Dios, Alá o el mismísimo Jehová. En fin: Dios, el de la palabra abstracta. También nos regaló un sinnúmero de diversos “duendes”, incluidos los de los cerrados bosques de las tierras bárbaras, según pensaron los romanos. Y, en lo concreto de la existencia humana, el artista fue ante todo un artesano y una obra maestra aquella que se presentaba como prueba de haber adquirido determinadas habilidades. Punto. La inspiración, el pensamiento autónomo, no era tal sino una cuestión divina o en el mejor de los casos, algo compartido, en una suerte de sociedad compleja, entre las miserias del más acá y el más allá, nunca aprehendido.
Pero hubo un Renacimiento, lo dijimos. Y el hombre puso su firma bajo cada obra que fue capaz de crear por sí, más allá de lo divino. El hombre se constituyó en el creador, con nombre y apellido.
En el presente, según creo, el concepto de obra maestra tiene mucho que ver con los grandes museos, concepto asociado a las ideas de la ilustración y, sobre todo, los fundamentos ideológicos de la Revolución Francesa (me permito una digresión, que no es otra que señalar que esta bendita “revolución” ha sido sumamente contradictoria), y en una especie de “up grade” de lo antedicho, en un vasto mercado bien concreto, plagado de galerías de arte, inversionistas, modas y movidas mediáticas. En otras palabras: negocios.
Pero no todo es “aire” ni crítica al voleo. Existen algunos mínimos parámetros que nos pueden ayudar a identificar o intuir aquello que nos puede llevar a la convicción de encontrarnos ante una obra trascendente, quizás una obra maestra.
La primera tiene que ver con los parámetros de la antigüedad y es inmutable: el virtuosismo. Es que al ponderar cualquier proeza –sea de un músico, un actor, un pintor o un arquitecto- la técnica es un factor de primer orden. Un gran artista necesariamente debe dominar habilidades ineludibles y tener además el conocimiento y la imaginación que impulsen tales destrezas, junto con los parámetros artísticos de su momento, hasta nuevos espacios: ir hacia las fronteras de lo que puede llegar a ser en un futuro inmediato. El genuino virtuosismo termina disfrazado en el dominio de la técnica.
Luego, un valor que en los tiempos que vivimos –a partir del Renacimiento- es imprescindible: la innovación. Los pioneros, los innovadores, en el espacio de la modernidad, han conseguido un puesto de honor en la historia. Hoy, ya en la posmodernidad (o vaya uno a saber en qué estamos enfrascados), el arte y artista se definen a partir de la imprescindible innovación.
Debo decir en términos personales y en el presente que nos toca vivir, que este valor se presenta algo equívoco, diría que hasta a veces peligroso: en haras de la innovación uno ha podido asistir a una serie de creaciones de dudoso valor, muy aplaudidas algunas, aunque con significados poco trascendentes, penetrados de discursos mediáticos, políticamente correctos, que están "de moda". Innovar porque sí me resulta una estupidez, una pose afectada de muy poco valor conceptual. El arte no necesariamente debe ser revulsivo, como hoy por hoy muchas veces se presenta. Por más que los pensadores nos han enseñado que lo estético no necesariamente se asocia al concepto de belleza, sigo pensando que ella, la belleza –en los términos en que podemos concebirla en nuestros días- sigue teniendo sentido. Es más, la considero necesaria, imprescindible. Rechazo la exégesis de lo feo, lo banal y procaz. Una cosa es el erotismo y muy otra la prostitución.
Aparece, más tarde, un aspecto que no es menor: el mecenazgo. En otras palabras ¿quién paga al arte? Antes del siglo XIX y el surgimiento de los marchantes, casi la totalidad de las obras de arte eran encomendadas por mecenas que por lo general ejercían un papel decisivo en el tema y la apariencia final de la misma. En tiempos del Renacimiento, luego también, se solían suscribir verdaderos “contratos de obra” en los que se especificaban con meridiana claridad el tema, los personajes a ser incluidos en las escenas que narraría la obra, los colores y/o materiales a ser utilizados, etc. Muchos, la mayoría, de los grandes maestros de un momento tan sublime como el Renacimiento, y su expansión creativa y su abrumadora e hipercreativa expansión, el Barroco, fueron lisa y llanamente grandes “empresarios” del arte, empezando por el mismísimo Miguel Ángel. Ni les cuento de Gian Lorenzo Bernini, un singular.
¿Es que, entonces, los maestros que todos admiramos fueron prosaicos, sólo seres impulsados por un interés dinerario? La respuesta es negativa. Volviendo a Miguel Ángel, señalo dos excepciones –entre tantísimas obras descomunales- y experiencias sobresalientes, superlativas: las pinturas del techo de la Capilla Sixtina y su singular David. Así y todo, estas obras también fueron encomiendas, con papeles incluidos. No se imaginan lo que pudo ocurrirle al maestro si el fastuoso bloque de mármol del que nació la escultura de todos los tiempos, el David, se hubiese perdido o dañado durante la ejecución de la obra. Todavía el gran Miguel Angel, o sus descendientes, le estarían pagando intereses al banco, o al gremio que ofició de comitente en este caso. No nos equivoquemos, las sociedades modernas han sido y siguen siendo hipócritas.
Lo cierto es que recién en el siglo XIX, ya entrado el Romanticismo, que es lo mismo que decir “ayer nomás”, emergió incipientemente el artista como individuo solitario, a veces contestario, con su propia visión del mundo. Los Goya (con sus tremendas contradicciones), Caspar Friedrich o Turner, y todos los que vinieron luego, son producto de su genio “humano” y de los contextos socio culturales en los que pudieron crear. Y nada fue fácil: recordemos los finales, siempre sensibles y geniales, del gran Goya: sus pinturas negras.
Hay, además, un aspecto que no podemos pasar por alto. La visión del artista o, si se prefiere, la visión artística. Son pocos, muy pocos en verdad, los artistas que son capaces de sobrevivir sin el respaldo de mecenas, marchantes y coleccionistas; pero no es menos cierto que tales apoyos garantizan calidad a la hora de la creación de la obra de arte. Hay una cualidad que es innata al artista: la creencia en una idea y el poder de expresarla. Esta condición define al artista de todos los tiempos. La falta de tal creencia o condición, la inexistencia de un empeño particular, es tributaria de la mera decoración e ilustración, sin menoscabo de méritos técnicos u otras virtudes que, por virtuosas que sean, son efímeras, nunca trascendentes.
Vamos a intentar ir concluyendo este devaneo, para nada profesional, apenas un somero ejercicio que pretende el hoy arcaico concepto del sentido común. Nos queda una pregunta esencial: ¿Cuál es el papel del artista?
Un mito reduccionista y contumaz es que el del genio despreciado en vida y sólo ponderado acabadamente después de su muerte. Esta circunstancia, que ha ocurrido, es excepcional. El caso paradigmático es del Vincent Van Gogh. Pero debemos reconocer que no hay, no hubo, tantos Van Gogh en la historia del arte. El ha sido una excepción que confirma una regla. Podemos hablar, sí, de “exitosos” en un tiempo que hoy nadie recuerda ni reconoce, salvo por el valor de lo antiguo. Pero resulta difícil encontrar a grandes maestros que fueron lisa y llanamente ignorados aún en vida. Puede ser que sus vidas se vieran atravesadas de luchas para nada menores. Me acuerdo ahora del padre del arte moderno: Paul Cézanne. Nada le fue fácil, en absoluto. Sin embargo él vivió de su arte.
Los artistas -en particular en estos tiempos- trabajan en un complejo entramado de mecenas, clientes, coleccionistas, marchantes, instituciones y colegas del gremio. Para destacar se requiere personalidad y coraje, cualidades que pueden llevar al triunfo a corto plazo; pero solo aquellos que se valen del arte, no como un fin en sí mismo, sino como un medio de proclamar las más altas verdades, logran crear obras maestras capaces de soportar el juicio del crítico más implacable: el tiempo.
11/4/10
Dos (una historia por entregas) 2.1
Desarmamos la casa. ¿Y ahora qué? Había que guardar en sitio seguro los materiales y partes rescatadas. También las inservibles. La decisión de reemplazar alguna de ellas, por más relevamiento documental que se hubiese hecho necesitaba la prueba contundente de la física realidad. Al menos es lo que supuse en ese momento. Intuitivamente sentía que estaba jugando con algo delicado, importante: nada menos que una historia que no era la mía. Por más que Don Mallón, Bocha Martínez y otros me dijeran que teníamos una selecta colección de maderas podridas o en vías de pasar a mejor vida, leyes de la Naturaleza mediante, no me animé a tirar ni un clavo. Nadie se daba cuenta que nos habíamos involucrado en un caso singular y muy pocas veces visto en la historia de la recuperación y/o conservación de cierto patrimonio. Lo nuestro era muy jugado, diría herético.
¿Por qué el desarme? Bueno, ya he contado las circunstancias. O nos jugábamos o todo desaparecía. En el terreno vendido por la familia Beban se venderían autos provenientes de Rusia, una más de las exóticas cuestiones que sucedieron y suceden en esta Isla Grande de Tierra del Fuego.
-Roberto, ya desarmamos la casa. Decime adónde llevamos las cosas. ¿Te parece bien el depósito municipal?
-Eso nunca.
-¿Cómo?
-Ni soñando, Francisco. Si llevás las cosas al corralón municipal, vamos a ver muchos asados.
-¿Asados?
-Sí. Los muchachos no van a tener que ir a buscar leña o carbón para el asado del fin de semana. Para ellos eso es madera vieja y sirve para hacer el fuego.
-¿Y…?
-¿No tenés un lugar donde guardar las cosas?
-Bueno, tengo un depósito… Pero no me parece, es un sitio privado, la casa se supone un bien público. No sé, Roberto, es medio extraño.
-Pues no te extrañes. Si llevamos la casa al corralón olvidate de ella. ¿Vos podrías guardarla en tu depósito?
-Claro que la puedo guardar pero ¿con qué derecho?
- Ninguno, Francisco.
-¿Y…?
-¿Nos jugamos o no nos jugamos?
-¿Y por cuánto tiempo debería guardar yo estas cosas?
- No sé.
- Muy bueno lo tuyo, Roberto.
-¿Qué querés que haga? Esto es así.
-Bueno, la guardo por dos o tres meses, mientras ustedes ven qué hacer.
- Te aviso que no tengo partida.
- No, Roberto, eso no importa. Lo que no quiero que pase es que termine con un lío por tener en mi depósito estas cosas que, hoy por hoy, son un bien municipal.
Y así fueron las cosas. Cada tabla, cada tirante de madera, cada elemento que se pudo rescatar, útil o inútil, fueron a parar al depósito que en aquel entonces tenía y luego, ya contaré (o no, veremos) perdí por razones que ahora no tiene sentido detallar.
La anécdota jugosa, si se quiere, es que la torre -el cucurucho- no pasaba por el portón del galpón. Se quedó entonces en la puerta, bien pegadito al depósito, como para que nadie se animara a ir llevándose un recuerdo hasta que no tuviéramos nada. De hecho tuve que contratar a un señor que hiciera las veces de sereno a los efectos de que no nos robaran, porque –digámoslo bien claro- acá antes y ahora, se suele robar materiales y utensilios en depósitos y obras. Y bien que te saquean.
Pero lo jugoso no pasa por esto que comento. Un mes después de hacer lo hecho, aparece en un periódico local una denuncia de una vecina comprometida en la que expresaba que alguien se había robado el Hotel Las Goletas. Sociedad compleja la fueguina.
Conclusión: el sereno es el único que sacó partido de la circunstancia. O no, posiblemente han sido otros más. Yo no. En esos tiempos estaba enfrascado en la posible reconstrucción. La Arquitectura me dominaba.
¿Por qué el desarme? Bueno, ya he contado las circunstancias. O nos jugábamos o todo desaparecía. En el terreno vendido por la familia Beban se venderían autos provenientes de Rusia, una más de las exóticas cuestiones que sucedieron y suceden en esta Isla Grande de Tierra del Fuego.
-Roberto, ya desarmamos la casa. Decime adónde llevamos las cosas. ¿Te parece bien el depósito municipal?
-Eso nunca.
-¿Cómo?
-Ni soñando, Francisco. Si llevás las cosas al corralón municipal, vamos a ver muchos asados.
-¿Asados?
-Sí. Los muchachos no van a tener que ir a buscar leña o carbón para el asado del fin de semana. Para ellos eso es madera vieja y sirve para hacer el fuego.
-¿Y…?
-¿No tenés un lugar donde guardar las cosas?
-Bueno, tengo un depósito… Pero no me parece, es un sitio privado, la casa se supone un bien público. No sé, Roberto, es medio extraño.
-Pues no te extrañes. Si llevamos la casa al corralón olvidate de ella. ¿Vos podrías guardarla en tu depósito?
-Claro que la puedo guardar pero ¿con qué derecho?
- Ninguno, Francisco.
-¿Y…?
-¿Nos jugamos o no nos jugamos?
-¿Y por cuánto tiempo debería guardar yo estas cosas?
- No sé.
- Muy bueno lo tuyo, Roberto.
-¿Qué querés que haga? Esto es así.
-Bueno, la guardo por dos o tres meses, mientras ustedes ven qué hacer.
- Te aviso que no tengo partida.
- No, Roberto, eso no importa. Lo que no quiero que pase es que termine con un lío por tener en mi depósito estas cosas que, hoy por hoy, son un bien municipal.
Y así fueron las cosas. Cada tabla, cada tirante de madera, cada elemento que se pudo rescatar, útil o inútil, fueron a parar al depósito que en aquel entonces tenía y luego, ya contaré (o no, veremos) perdí por razones que ahora no tiene sentido detallar.
La anécdota jugosa, si se quiere, es que la torre -el cucurucho- no pasaba por el portón del galpón. Se quedó entonces en la puerta, bien pegadito al depósito, como para que nadie se animara a ir llevándose un recuerdo hasta que no tuviéramos nada. De hecho tuve que contratar a un señor que hiciera las veces de sereno a los efectos de que no nos robaran, porque –digámoslo bien claro- acá antes y ahora, se suele robar materiales y utensilios en depósitos y obras. Y bien que te saquean.
Pero lo jugoso no pasa por esto que comento. Un mes después de hacer lo hecho, aparece en un periódico local una denuncia de una vecina comprometida en la que expresaba que alguien se había robado el Hotel Las Goletas. Sociedad compleja la fueguina.
Conclusión: el sereno es el único que sacó partido de la circunstancia. O no, posiblemente han sido otros más. Yo no. En esos tiempos estaba enfrascado en la posible reconstrucción. La Arquitectura me dominaba.
4/4/10
Borocotó, borocotó, chas, chas... Tanguito
Nota 1: Lo he dicho en más de una oportunidad. Espero que Dios se apiade de mí y, si se produce una reencarnación, deseo ser definitivamente negro.
Nota 2: Este video, extraído de You Tube, se reproduce sin fines comerciales y solo pretende la difusión de la obra de Juan Carlos Cáceres, un tipo interesante, según mi parecer.
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