15/8/10

Insisto: Adrián Iaies & Walsh

Curiosa paradoja. El piano, instrumento de percusión, alguna vez fue pensado para sostener una cierta base rítmica de las melodías surgidas de instrumentos de cuerdas o vientos. Pero la "vida te da sorpresas". El piano en manos de seres extraordinarios se convierte en melodía. Aquí un ejemplo, de los que a mí me gustan.

Serenata para la tierra de uno. María Elena Walsh. Interpretada por Adrián Iaies, un músico que -insisto hasta el cansancio- merece ser escuchado muy atentamente.

5/8/10

Exorcismo

La “Crónica de la Vera Historia de los Sucesos Paranormales acaecidos en la Isla del Fuego, de cómo quedaron truncos, comenzó la tristeza, y otras pocas cosas más” (1), atribuida a los Primordiales Fueguinos, destaca: Ushuaia, jueves 14 de julio de 1996, 23.30 hs, noche sin luna ni estrellas, temperatura ambiente: 8 grados bajo cero. Sensación térmica: sin datos. Humedad: sin datos. Visibilidad: hasta donde alcance la vista. Estado del terreno: escarchado. Reseña del día: sin novedad. Reseña de la noche: sólo dos vehículos circulaban por Ushuaia a esa hora: casi chocan… sus conductores, realizaron un exorcismo.

Dedicado a Nicolás Romano.
Nico ayuda al Oso a conjurar un maleficio

Ese fue, para Romano, uno de los mejores encuentros de poesía que recuerde. Apenas llegó a Río Grande, enfiló el SUZUKI SAMURAI blanco, derecho para lo de Julio. La casa de la calle Don Bosco era chica, pero de corazón grande, como el del Mochi; por tal razón, en un espacio de 4x4, se agolpaban unos 14 aventureros de las letras. Julio, se había rapado. Alucinado por la novedad, a Pablito no se le ocurrió mejor idea que imitar ese look y, todos los presentes, habían echado mano a la Triple Cero sin conmiseración: la cabeza de Pablo parecía un cardal, luego del paso de un malón. Faltaban pocos minutos para el inicio del encuentro, y alguna mano bondadosa se apiadó de él, proveyéndole un sombrero que oscilaba vacilante en su testa, como los platos voladores en las películas de Ed Wood. Todos los que allí estaban emprendieron la retirada hacia el Club San Martín.

Antes de sumarse a la caravana, a Nico le extrañó encontrarse con El Oso en el lugar. Había llegado a Río Grande manejando un desvencijado remís. Tipo raro El Oso, durante el verano ushuaiense juntaba plata trabajando para una agencia. Compraba las provisiones necesarias para el invierno y, con la primera nevada, se atrincheraba en su alpina hasta la llegada de la primavera. Se me da por pensar que, en ese tiempo, en el que aumentaba el volumen de su despensa, de manera inversamente proporcional, los supermercados locales veían disminuir de manera considerable su stock de frascos de miel, y de salmón ahumado.

Para ese entonces, en su tiempo libre, Nicolás estaba pergeñando algunos bocetos portuarios, había transformado en relatos algunos otros, se había enfrascado en la exégesis de la discursividad del Sub-comandante Marcos, leía a Humberto Costantini, recitaba a Juan de Dios Pesa; en sus correrías, había sorteado con total naturalidad, las emboscadas que le tendían los carabineros chilenos, y los gendarmes argentinos, había intentado escalar -sin éxito- el Monte Olivia, continuaba en la búsqueda del mapa de un tesoro, e intentaba tranquilizar a su esposa, para que no lo echara de su casa… sin por ello -claro- abandonar su labor como Preceptor en el Colegio Polivalente.

Lo que siguió fue una sucesión caótica de acontecimientos: la poesía de Julio, la presencia rectora de Dinko, la guitarra de Montes, la armónica de Legunda, Nelson y Fredy intercambiando extrañas afinaciones, la omnipresencia del Mingo, los ecos de la voz de Niní, la dulzura de Liliana Ancalao, el sombrero de Pablo, Mauricio haciendo dedo, las entrevistas de Inés, los comentarios de Celia, un match de semi-fondo protagonizado por el Gordo Nemesio, los aires patagónicos del Chele Díaz, de los Hermanos Contreras, y de Horacio Cholila, la pachorra de Zalazar, las viejas que afuera del Banco pedían 10 pesos por una estampita de San Cayetano, madrugadas en vela, y el vino generoso. Romano, aunque abstemio, estaba feliz: “Y vino la palabra” –se repetía a sí mismo.

El domingo a la noche, luego de 5 intentos por encontrar el Monumento a la Trucha –hecho que le llevó casi una hora de marchas y contramarchas, matizadas por enfervorizados insultos tanto de automovilistas como de peatones- Nico regresó a Ushuaia con sus retinas repletas de imágenes de amistad, y tarareando, desafinadamente, “El gorro de lana”.

“El estiba”, nunca manejó bien, es de esos tipos que cuando dobla en una rotonda, y ve que una multitud de autos se le viene encima como en el Gran Premio de Mónaco, piensa que son ellos los que vienen a contramano.

Unos meses después de aquel encuentro, perdido en la oscuridad invernal del Barrio Ecológico al comando de su SAMURAI; Romano, realizó en mitad del bosque, uno de sus habituales giros en “U”. La noche se iluminó de pronto, y “el Estiba” creyó ser un elegido por la divinidad, el depositario de la cifra del Universo… se relajó en actitud mística para asistir a la revelación, a la espera de la llegada de una presencia superior.

En eso estaba, cuando advirtió que su jeep se encontraba enfrentado a escasos 30 centímetros de otro vehículo que también estaba con los faros encendidos, del cual se bajaba su propietario para encararlo con intenciones siniestras.

Romano no se amilanó, y también descendió del suyo con rostro amenazador, dispuesto a enfrentar en duelo criollo al otro conductor, en caso de que fuera necesario.

Con las pupilas dilatadas por la dicroica luminosidad, ambos titanes midieron fuerzas y se reconocieron como en mitad de un sueño: el tipo que bajó del remís, de pelo y barba cobrizos, apenas si llevaba una desteñida chomba de manga corta, que alguna vez fue fucsia; delgados pantalones de vestir color caqui, y, por entre sus sandalias franciscanas, asomaban unas gruesas medias de lana cruda.

La vestimenta de Romano, llamó la atención de su contrincante: el vate, estaba equipado como para iniciar una inminente campaña al Polo Norte: su estrategia de adoptar el estilo “cebolla”, superaba en volumen al contenido de cualquier depósito de tal tubérculo en la lejana Olavarría.

-¡Oso…! –alcanzó a exclamar Nicolás, antes de que ambos reeditaran en ese apartado confín austral, un abrazo cuya definición ya fuera patentada por el extinto “Mono” José María Gatica: “Dos potencias se saludan…”


Una vez finalizado el abrazo cultural, “el estiba”, vio la preocupación reflejada en el rostro del jachayero:

-Tenés que ayudarme, Nicolás… -manifestó tímidamente éste.
-¿Qué te anda pasando, Cumpa? –expresó Romano, solícito.
-Estoy engualichado, hermano, alguien quiere hacerme un daño… nunca hay que confiar en las mujeres… acompañáme… -dijo El Oso.

Sin que mediaran más palabras, el de las sandalias se dirigió hacia el baúl de su auto, seguido por el de boina y borceguíes… cuando El Oso abrió el habitáculo, entre las sombras, Nico creyó advertir una pala, un pico, una linterna, y una bolsa de plástico con la inscripción de los Supermercados La Anónima.

Cuando “el jachayero”, acercándose con expresión temerosa, abrió aquella bolsita, a Romano le pareció distinguir en su interior algo así como los restos de un visón, luego de ser pisado por una aplanadora.

-La única manera de conjurar este mal, es enterrar su origen, si no estaré condenado, Nicolás… -advirtió El Oso.

Enfrascados en la misión, apagaron los faroles de los autos y se internaron en el bosque sin decir palabra… adelante, con la linterna en una mano, y la mínima bolsa en la otra, se abría paso el engualichado.

Atrás, consciente de su misión, Nico cargaba al hombro el pico y la pala… el apagado rumor de los pasos de ambos sobre la tierra helada, se confundía con el acelerado latir de sus corazones.

Llegados a un lugar que al Oso le pareció apropiado para el ritual, se detuvieron… Romano, colaborador, hizo rebotar en el sitio elegido la punta del pico con tal fuerza que casi la rompe.

-No, hermano -dijo el Oso, interrumpiendo el afán de su empeñoso colaborador- es el portador del mal el que tiene que hacerse cargo.

La pala de punta sacaba chispas de la tierra escarchada, ante cada acometida del Oso, poco a poco, los endurecidos terrones, comenzaron a agolparse alrededor del pozo.

Cuando éste alcanzó la profundidad que el hechizado creyó conveniente, antes de ubicar la bolsa en el fondo, el jachayero volvió a abrirla para que Nico, cual Escribano interviniente, verificara la transparencia de los hechos.

Con esa última mirada, “el estiba” entendió todo, pero no murmuró palabra… esperó que su amigo conjurara el maleficio y luego, como para dar su veredicto final y refrendar lo actuado, se paró sobre el túmulo, y pisoteó la tierra durante algunos segundos.

-¿Ya te sentís mejor, Oso? –alcanzó a preguntar.
-Sí, hermano, te debo una… no sabés el peso que termino de sacarme de encima… uno nunca sabe cómo pueden terminar estas cosas… no hay nada peor que una mujer despechada… -respondió el Oso.

Restablecido nuevamente el equilibrio universal, ambos amigos se despidieron fundiéndose en un nuevo abrazo. Cuando el remís se alejó, Romano no pudo evitar una sonrisa... pero el reloj del SAMURAI blanco le hizo recordar que debía participar de una cadena de oración. Por tal motivo, regresó a su casa, dejando para alguna ocasión más propicia, la búsqueda de un nuevo portal de entrada a la tierra.

La nieve, que lentamente comenzaba a caer sobre Ushuaia, con su inevitable paciencia, borró todas las huellas de lo sucedido.
……………………………………………………………………………………………………


¿Y qué podía hacer? –me dijo Romano años después en mi casa, con su inconfundible vozarrón: alguno de los que estaban en casa de Julio esa tarde, habrá metido la bolsa en el baúl del remís del Oso… El Cumpa creía en lo que estaba haciendo… y yo no iba a ser quién le dijera que esos pelos que enterramos en el bosque, eran los pelos de Pablito Aguirre.


© Roberto Santana

(1) recreación del título del film de Leonardo Favio “Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza, y otras pocas cosas más”, también conocido como El romance del Aniceto y la Francisca -1967-. RS

Jugando un poco (juego de palabras)

¿Es lo mismo un vocablo que una palabra? Según el diccionario parece ser así. Pero, ¿es lo mismo? Creo que no, por una elemental y trascendente razón: un sonido o conjunto de sonidos articulados que expresan una idea y la representación gráfica de estos sonidos pueden resultarnos agradables, bellos, amigables. O extraños, molestos, agresivos. Será la concepción estética de cada uno quien asigne el adjetivo.

Cuando pienso en la palabra y pronuncio tal palabra, disfruto. Y no solo eso, intuyo esperanzadoras posibilidades creativas, intercambios de todo tipo, aventuras. Si se me ocurriera apelar al vocablo es posible que sintiera la enojosa sensación de estar envasado al vacío. Da miedo. Envasado, vacío. Nada bueno puede ocurrir con vocablos tan peligrosos.

Uno es un esdrújulo, ya lo he dicho alguna vez, amo los acentos. Y a las palabras. Porque ser esdrújulo (Ver) implica asumir el deber ciudadano de definir la ideología sintáctica que abrazamos sin disimulos o medias tintas, nuestra estética del lenguaje. ¿Se le puede ocurrir, acaso, a un ser bien nacido "dar su vocablo" a la hora de asumir un compromiso o promesa? No lo creo. Lo que se da, amigos, es la palabra. Dar, sideral verbo por cierto, toda una palabra.

Asunto complejo esto de la lengua, vocablo que no me convence, toda vez que uno se ha quedado anclado en la palabra idioma. Pero no hay que exagerar, tampoco nos vamos a poner en contra de la corriente. Dejemos pues a la lengua en paz, aunque no puedo evitar una de mis asociaciones ilícitas cada vez que se utiliza este sustantivo, imaginando una vinagreta, la de lengua, plato muy difundido. No hay caso, siento cierto “asquito”, por más que la creciente esfera que hoy define mi cintura, mi panza digamos, reclame su sobredosis alimentaria de cada día. Ella, la panza, podría ser una excelsa palabra, cargada de natural humanidad o un vocablo que obliga a la vergüenza del panzón y la tortura del gimnasio, a cargo de una inaccesible walkiria, pletórica de vocablos, algunos –debemos ser sinceros- tan interesantes que llevan a pensar en el panel central del célebre tríptico del Bosco, el Jardín de las delicias. Depende del punto de vista. Lo dicho: es un problema filosófico.

Confieso mi desconfianza (terrible vocablo) en lo que se refiere a las academias o, mejor dicho, lo que podríamos definir como academicismo áureo. Ocurre que hay oportunidades en las que se suelen definir (gran palabra, verbo además) como “académicos” a productos o producciones que me llevan a sentir un cierto cosquilleo (juguetona la palabrita) en algún lugar de mi consciencia. En particular si ellas pertenecen a sujetos acostumbrados a observar por encima de sus ilustres hombros a sus semejantes (contundente “palabraza”), supuestamente subsumidos vaya uno a saber en que rincón de la ignorancia, incapaces (¡horribles vocablos!) al parecer, de alcanzar el altar (palabra luminosa) de la ilustración de los figurones, expresada en complejos textos, plagados de ininteligibles vocablos. Ellos, los academicistas especializados en fabricar globos, esos que creen que todo lo saben, o simplemente que "saben" (¿es admisible que una palabra tan hermosa termine convertida en un vil vocablo?), me recuerdan al Salon des Refusées y con él a sujetos que algún fósil del intelecto no dudó en rechazar (vocablo, verbo deplorable) a creadores notables tales como Monet o Cézanne, entre otros. Confieso que no puedo retener en mi memoria muchos de los nombres de quienes ocupaban las paredes del Salón Oficial por aquellos años. Ni hablar de los críticos o jurados que fueron capaces de cometer semejante tropelía, palabra atractiva, caída en desuso, por más que las tropelías sobren en nuestra tierra. Menos mal que hay enciclopedias. Para acordarse de los fósiles, digo… las tropelías no necesitan ser registradas, están.

Con academias o sin ellas, los hispano parlantes ya no tenemos un idioma o lengua (insisto: vocablo equívoco, recordar la vinagreta). Parece ser que hay acuerdo en no tener muy claro si hablamos español, castellano, argentino, colombiano, cubano o vaya uno a saber qué. Lo nuestro se ha convertido en un fárrago de palabras portadoras de múltiples influencias, aunque no deja de ser interesante este torrente idiomático (bueno, bueno, no se enojen los académicos, digamos lingüístico), ya que las cosas se han puesto diversas y la diversidad tiene sus ventajas: puede enriquecernos. Pero cuidado, que el enriquecimiento debe gozar de licitud (¿a qué les suena esto de la licitud; será una palabra o apenas vocablo discontinuado?), toda vez que abandonar la condición esdrújula que bien aconseja respetar las reglas del juego nos puede llevar por los meandros (vocablo sin duda traicionero) del enriquecimiento ilícito, a veces tan habitual como el aire, para desaire de la justicia, palabra hermosa que de tanto menearla al voleo corre el riesgo de convertirse en un vacío vocablo.

El idioma no es estático. Como la falquitrera (está buena la palabra ¿no?) puede crecer o menguar hasta mostrar una dramática falta de contenido, sólo piel y sin huesos, ya que apenas es una falquitrera. O lo que es peor: ella puede engordar al punto tal de inhibir (¿palabra o vocablo?) la básica identificación entre las saludables proteínas y los muy dudosos lípidos. La grasa de las capitales no se banca más, cantaban Charly y Serú Giran. ¿Banca? ¿Asiento, entidad financiera o actitud de sostener, soportar o aguantar algo o alguien? ¿Sustantivo o verbo? Ya ven, el asunto tiene sus aristas. Se impone entonces el buen uso de la palabra.