27/1/12

Cuadrados


“Lo que aquí cuenta, desde el principio hasta el final, no es el supuesto conocimiento de unos supuestos conocimientos de unos supuestos hechos, sino la visión, ver. Ver (…) va asociado a la fantasía, a la imaginación. Esta vía de indagación conducirá, de una constatación visual de la interacción de un color con otro, a una conciencia de la interdependencia del color con la forma y la ubicación, con la cantidad (que mide las magnitudes de extensión y/o número, incluida la recurrencia), con la cualidad (intensidad luminosa y/o tonalidad) y con la acentuación (por límites que unan o separen)”[i].

Noche. Presencias, penas y olvidos se diluyen, sin desaparecer. La luz nos abandona y no vemos, aunque nuestro pensamiento continúe haciéndolo. Podría tratarse de sueños aunque no hace falta tanto: las imágenes están allí, siempre. Y con ellas el color. No podemos desprendernos de él, porque hemos visto y nos han contado. Así y todo, las sombras hacen su trabajo, inquietante. Lo visto y lo que nos ha sido relatado nos pertenece, es inherente a nuestro ser. También lo que no podemos ver. Imaginamos.

 El día que acaba ha sido azul, quizás celeste. Apenas unas horas atrás un cielo apabullante acompañó nuestro despertar. Azul y cielo, asociación instintiva, cultural me animo a decir. Azules esperanzadores que ensanchan expectativas e invitan a levantar la mirada. Pero… ¿Dónde está el cielo? ¿Es azul? Podría ser rojo, también gris. ¿No era, acaso, que los grises pertenecen al reino de la noche, donde se regodea la penumbra? ¿Y si se trataba del mar, el que suele ser verde?

No. Definitivamente el cielo fue azul y en él brilló el rojo intenso del sol. Porque lo vemos amarillo pero sabemos que es más rojo que amarillo. El explota, es fuego, y gases de color incierto lo rodean. Sin  embargo dudo: hemos visto llamas azules en el fuego. Van Gogh lo vio naranja, también amarillo. No recuerdo si el rojo estuvo en su paleta. Pero El es rojo… ¿Lo es? ¿Dónde están las sombras de la noche, me pregunto, mientras pienso en los colores del sol? ¿Acaso el sol tiene color, o el aire, es decir el cielo?

Y el mar también está, verde o azul. Gris y marrón en la tormenta, dorado en la paleta de Caspar Friedrich, atardeceres mediante o a la luz de la luna; blanco en la cresta de sus olas, cuando estallan en algún acantilado o simplemente se diluyen en el llano de la playa, aunque el agua es incolora, lo sabemos. Como sabemos de los cambiantes colores del mar, que es agua. Es curioso, hablo de los colores del mar y resulta que es de noche, no hay luz. No lo veo, solo lo intuyo, sé que allí está y pienso en su color. Podría tratarse del bosque y no del mar. ¿Es el bosque verde? Hay fuego en el bosque, entonces es rojo. ¿Puede ser rojo el mar? Dicen que las noctilucas lo aseguran.

¿Qué vemos los que decimos ver? Colores. Todo un tema.







[i] ALBERS, Josef. La interacción del color. Madrid, España, 1º edición 1963, Yale University, Alianza Forma, 1979.

15/1/12

Bajo tierra


Enero 2012, el calor aprieta. Andar por las calles de Buenos Aires es un desafío, sino el destino del laburante. En la superficie dirimen supremacías asfaltos y hormigones, acompañados por una comparsa insoportable y vocinglera de automóviles, buses, ambulancias, motos y cuanta fuente de ruidos puede existir en una ciudad. A pesar de ser época de vacaciones los embotellamientos no aflojan. Como no aflojan el sonar de bocinas e impaciencias, las ocupaciones callejeras y el trasiego de los equipos de aire acondicionado, aportando más temperatura al ambiente. Mientras tanto, en las entrañas de la ciudad se desparraman sesenta kilómetros de vías por las que circulan los trenes del Subte transportando a diario más de un millón y medio de ensimismadas personas que –estoicas- soportan más calor todavía y el hacinamiento de las horas pico. Seis líneas, 78 estaciones, diversas combinaciones, comercios de todo tipo, comidas al paso, una millonaria recaudación diaria en concepto de pasajes, publicidad, cánones de uso... También un espacio de oportunidades, ámbito de subsistencia de soñadores y desplazados, habitantes de un mundo bajo el mundo. Otro mundo.


Avenida Corrientes y Agüero, estoy en el Abasto. La noche se va acomodando. Cenaré en casa de mi amigo, recientemente mudado a la zona Parque Saavedra. Es un trecho, Buenos Aires no es una ciudad corta. Encaro para el subte, estación Carlos Gardel, línea “B”. A esta hora, pienso, se puede viajar tranquilo (a pesar de los calores), tanto que me animo a portar un viniyo espumante para brindar, pudendamente disimulado en una bolsa muy bonita, de las que te entregan cuando comprás una pilcha. Antes de llegar al molinete de acceso a los andenes del tren subterráneo, en el pasaje que empalma el shopping emplazado en el lugar del viejo mercado con el sector de boleterías y los infaltables locales soterrados, siempre mínimos, escucho una melodía de Mozart. Si no me equivoco se trata del Concierto para Piano Nº 21. Lo ejecuta una señora delgada, de porte elegante, pelo muy corto que no oculta las canas que el tiempo regala a todos sin excepción. No me llama la atención, la he visto (y escuchado) en varias oportunidades, siempre en el mismo lugar. Es más, no hace mucho descubrí que tenía voz y un fuerte acento propio del este europeo, mientras le indicaba a un transeúnte cómo llegar a la Estación Once, de la línea “A”, aquella que fuera inaugurada en 1913. Comento lo que comento porque ella, la señora, no suele hablar. Simplemente se limita a interpretar a distintos compositores clásicos durante varias horas. Bajo el piano se encuentra la funda del mismo, haciendo las veces de escaparate en el que exhiben para la venta unos ocho o nueve CDs que guardan su música. En la pared, bendiciendo el lugar, hay un cartel fileteado con la imagen del Zorzal Criollo, que aquí muestro.


“Señoresss passsajerosss, vengo a ofreceeer la novedá: la tiritaaa iluminadaaa, para diversión de niiiños y adultosss, recién immmportadaaa de Malasssia…La tiritaaa que no puedeee faltaaar en niiingún hogaaar…” Estamos en el tren, camino a la estación Pueyrredón y el infaltable vendedor de lo que venga, o mejor dicho uno de los vaya a saber cuántos que andan por los trenes del subterráneo, nos ofrece al módico precio de diez pesitosss, una especie de culebra plástica que, histérica, cambia de colores y es capaz de adoptar diversas formas para ser enroscada en el brazo, el cuello o donde el niiiño desee. Mientras observo el desarrollo del ciclo de ventas (magro, por cierto, cosa esperable; la “tirita iluminada” no entusiasma demasiado), que dura exactamente lo que el tren demora de ir de una estación a la siguiente, relojeo el avance de un par de muchachos, todavía en el vagón siguiente de la formación. Y escucho una tambora, o algo por el estilo.

El tren encara hacia la estación Pasteur. Los muchachos, dos para ser precisos, una guitarra convenientemente amplificada y efectivamente una tambora (más otros instrumentos de percusión), regalan a los pasajeros unos sones carnavalescos, en una especie de “mix” de murga y candombe que abarca las dos orillas del Río de la Plata. ¡A divertirse amigas y amigos!, proclaman los músicos. Es posible que se trate de una impresión subjetiva pero se me ocurre que no faltaron ganas de ponerse a bailar. Cerrado aplauso de los pasajeros y una gorra que recibe varias monedas y algún billete. Y esto no es nada. Mientras se desarrollaba el recital entre estaciones, digamos unos tres minutos, quizás cuatro, también anduvo por allí un ciego, canchero en esto de sobrevivir bajo tierra, al punto de haber ensayado unos moderados pasos de baile, siguiendo el ritmo de los muchachos. El ciego también ligó.

Entre Pasteur y Callao, un hombre de mediana edad ofrece a damasss y caballerosss  CDs que contienen la música de diferentes artistas, todos “estrenos”, al quinto de su valor habitual. Para que la amable audiencia corrobore la calidad de la mercadería que ofrece, el hombre carga un equipo portátil de reproducción bastante sonoro. El detalle está en los parlantes que, cual apéndices con aspiración de alas, surgen de su espalda a la altura de los omóplatos. Curioso ángel, pensé.

Ya vamos a la estación Uruguay. La cosa se presenta dura. Mientras el hombre de las alas electrónicas avanza hacia el siguiente vagón, aparece una suerte de heterodoxo de la Sierra Maestra, pero de acá: barba y pelo desaliñado, camiseta tipo “musculosa”, shorts a media pierna y ojotas. Mentalmente pido disculpas a José Martí por el zafarrancho que el personaje hace con su poesía, tan hermosa por cierto. El quía se ha disfrazado de revolucionario posmoderno y canta como la mona. Y bueno, allá va el hombre. Después de todo, admito, el calor condiciona. El hambre también. Por suerte, del vagón vecino llegan los acordes de una chacarera de Don Andrés Chazarreta que, camino a la estación Carlos Pellegrini, se desparraman por el vagón gracias a la sonora voz de otro ciego, hombre bien plantado, que se acompaña con una gastada guitarra. Fórmula infalible. Hubo aplausos nuevamente y la gorra capturó algunas monedas.


Me bajo para combinar con la línea “D”, debo ir hasta Congreso de Tucumán. Se va haciendo tarde y el enjambre de pasillos, andenes, escaleras, sucuchos y quioscos que configuran el nudo gordiano que en la superficie corona el Obelisco, se despeja. A estas horas es posible caminar por allí sin que el río humano propio de los horarios diurnos te lleve por delante. Las cortinas metálicas van bajando, los mostradores en los que expenden dudosos comestibles se vacían, aunque persiste el aroma de la fritanga. Un tipo, acovachado junto a una escalera arranca de un fuelle las últimas notas de un largo concierto ofrecido a todos, que no es para nadie. Adiós Nonino, Piazzola. La romería de músicos de toda laya, aventureros, vendedores ambulantes, tullidos, pungas, lastimados e indigentes, continúa su tránsito por los vagones que siguen circulando, posiblemente en la última ronda. Y se van yendo, nadie sabe dónde, como el día.

Entre 9 de Julio y Congreso de Tucumán median catorce estaciones. Es prudente interrumpir aquí este relato. Vaya mi homenaje, entonces, a los seres anónimos que habitan las entrañas de la ciudad, invitando al lector a ver este video, uno de los tantos que registran cosas que ocurren a diario en la Reina del Plata, bajo tierra.



Sugiero visitar, entre otros, estos sitios:


Diccionario:
Laburante: Trabajador.
Subte: Transporte subterráneo. Metro.
Viniyo: Vino.
Pilcha: Ropa.
Relojear: Observar.
A la gorra: Gratis.
Canchero: Conocedor, perito.
Liga: Suerte; agarra, atrapa.
Quía: Tipo innominado.
Sucucho: Vivienda del soltero. Lugar pequeño. 
Fritanga: Fritos.
Acovachado: Acomodado en un sitio; acurrucado.
Fuelle: Bandoneón.
Punga: Ladrón, carterista.


Para más referencias ver el Diccionario de Lunfardo, publicado aquí.
Nota: las imágenes que aquí se reproducen han sido tomadas de distintos sitios de Internet, de uso gratuito, y son utilizadas sin fines comerciales.