1/8/09

De regreso al dilema.

Después de un breve descanso (música y poesía mediantes) y algunas "efusividades políticas" que me he permitido (de vez en cuando hay que "descargar"), vuelvo a este embrollo de lo popular y lo populista.
Soy un ser afortunado, tanto que la Lic. María Soledad (que es mi hija y me muero de gusto con ella y sus hermanas, porque son fantásticas e irremplazables para mí), me acercó algunos artículos más que interesantes -sociológicos ellos- sobre el tema.
Aquí me permito reproducir un segmento del trabajo de Guy Hermet, publicado por la Revista Ciencia Política, editada por la Pontificia Universidad Católica de Chile (para leer el artículo completo ir aquí). Vamos al texto.

"Considerando tanto a sus agentes como a su público, el populismo se define en primera instancia por la temporalidad anti-política de su respuesta presuntamente instantánea frente a problemas o aspiraciones que ninguna acción gubernamental tiene en realidad la facultad de resolver o de colmar de manera súbita. De esta manera, desconoce también la incertidumbre de los resultados que los gobernantes clásicos conocen bien, y que sólo revelan al pueblo cuando ya no pueden esconder esta constante. Su relación con el tiempo político constituye así el núcleo propiamente distintivo del populismo, lo cual no se debe confundir con su otra temporalidad, inscrita por su parte en contextos de crisis de legitimidad de los sistemas representativos favorables a estas manifestaciones. Aunque importante, y aunque esté ligada en general a la confesión de la incertidumbre de los dirigentes normales, esta segunda temporalidad describe las circunstancias del populismo sin dilucidar su esencia.

Repitámoslo. Esta temporalidad inmediata, a la vez anti-política y onírica, que ignora la necesidad de “dar tiempo al tiempo” caracteriza al populismo de manera exclusiva o discriminante. Es el elemento que lo diferencia de la democracia la que, a la inversa, se singulariza menos en cuanto a su pretensión de “representar” la soberanía popular, que por sus procedimientos orientados hacia la deliberación, hacia la confrontación de intereses, en resumen, hacia una gestión de los conflictos escalonada en el tiempo. Paralelamente, la temporalidad populista no se distingue menos del totalitarismo y del autoritarismo, aunque de manera diferente. En efecto, cuando prodigaban su certidumbre de un “futuro radiante” a pueblos liberados de sus divisiones de clase o de raza, los tiranos totalitarios no escondían que se inscribían en una temporalidad aun más larga que la democracia. Y en lo que se refiere a los regímenes autoritarios ordinarios, pretendieron constantemente aislarse de las esperanzas instantáneas de las masas, con el pretexto de garantizar la continuidad de un tiempo, que sea la prolongación del pasado.

Quien considere que esta definición del populismo como procedimiento de abolición de la dimensión cronológica de la razón política carece de consistencia, puede además completarla mediante tres puntos subsidiarios menos abstractos.

Primer punto: tratándose tanto de los emisores, quienes hablan, como de los receptores de su mensaje, el público, el populismo no rechaza exactamente el principio de representación querido por la democracia. Lo simplifica, le da una tonalidad emocional, rechazando las mediaciones complicadas, sin la obligación de que un tribuno providencial exprese la voz del pueblo en esta perspectiva. Este rol además puede corresponder a un movimiento, un partido o régimen de gobierno cuyas cabezas cambian (lo hemos visto claramente en México, durante el periodo muy largo de la “dictadura perfecta” del Partido Revolucionario Institucional). Además, si este estilo de representación reviste una connotación autoritaria poco apreciada en nuestros días, no se reduce a esta dimensión. En todo caso, el autoritarismo populista no recurre a los acentos imperiosos; es suave, casi afectuoso frente a la fracción del pueblo que lo sigue; por añadidura, raramente belicista, aunque se revele a menudo nacionalista o patriótico.

Segundo punto: es de la multiplicidad y de la flexibilidad de sus registros de interpelación al pueblo y de sus actitudes frente al Estado que el populismo saca una ventaja comparativa frente a otros estilos políticos, tanto como el odio que despierta. Los populistas son unos Tricksters, unos tramposos. Como se sabe, pueden reclamarse de tres pueblos distintos o bien de los tres a la vez, según el momento, uno nacional y unificador que trasciende las clases sociales, otro plebeyo y que vomita a “los Gordos”, y el último más o menos étnico. De la misma manera, los populistas pueden pedir el restablecimiento de la autoridad de un Estado fuerte tanto como denunciar el trop d’Etat, tanto vilipendiar a los separatistas como ser separatistas como el Vlaams Blok belga o la Liga italiana del Norte, adherir al liberalismo o rechazarlo, y esto simultáneamente incluso (en el sentido que una formación separatista puede también revelarse al mismo tiempo estatista, por ejemplo).

Tercer y último punto: el compromiso populista asume rasgos paradójicos, algunos negativos y otros curiosamente ejemplares. Por una parte, siendo un fenómeno histórico al igual que las otras corrientes políticas, el populismo no se enmarca como ellos en la continuidad de una tradición de compromiso ideológico o militante en la medida en que sólo se desarrolla de forma episódica o cíclica. El populismo no se transmite de una generación a otra, salvo sin duda en América Latina. Pero por otro lado, este compromiso en general sin tradición descansa en una convicción tanto más significativa entre sus adeptos, cuanto que casi siempre es el objeto de una reprobación marcada por parte del medio circundante. Se requiere coraje para declararse militante del Frente Nacional o de un partido del progreso escandinavo."


Me deja pensando esta afirmación del autor. "El populismo no se transmite de una generación a otra, salvo sin duda en América Latina".

Ya sabes, hermano, "¡Llama ya!".

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