17/4/10

La Obra Maestra

Alguna vez me animé a afirmar que “…el arte es todo aquello que consideramos arte.” Con esta consigna comenzó ars no hace tanto (VER), aunque mi sensación indique que ha pasado agua bajo el puente, mucha más de la que imaginé. Hoy, en cuanto a la pretensión de definir qué es o deja de ser una obra de arte, sigo pensando lo mismo. En todo caso dejo las definiciones a quienes tienen los saberes y el ánimo suficiente para hacerlas.

Pero hay una pregunta, menos fácil, que nunca hemos abordado: ¿qué es o cuál es, en todo caso, una obra maestra? Una cosa es el arte y otro aquel que se instala como tal atravesando los tiempos y sus contextos.

El fin de una obra de arte, las expectativas depositadas en ella y el papel de su creador no son inmutables, varían según las épocas y los paradigmas socio culturales. Sin embargo hay un puñado de obras capaces de trascender a su tiempo, de inspirar y transmitir su mensaje (recordemos, de paso, que el arte es comunicación en estado de pureza), soportando el paso del tiempo. Y digo más, en algunos casos, el tiempo les ha conferido genuinos atributos que no necesariamente fueron explicitados en el instante en que fueron creadas.

Desde que el hombre fue ser pensante, en los orígenes mismos de la civilización, el arte estuvo presente. El hombre no puede existir sin arte, ya que éste es innato a la condición humana. Pero tuvieron que pasar varios milenios para que “el artista” fuese un sujeto. Recién en el Renacimiento Italiano se concibió que el artista debía ser juzgado por su intelecto e imaginación antes que por su destreza y, sobre todo, por sobre la inspiración mágica y/o religiosa, la de lo sobrehumano, que en instantes de “inspiración” podía acompañarlo.

No sabemos sino apenas suponemos las motivaciones y fundamentos de las civilizaciones más antiguas. Podemos contar que el revolucionario mundo griego hablaba de “demonios” que poseían al artista en su instante de inspiración. Los romanos, siempre más pragmáticos y auto complacientes, convirtieron a estos juguetones y peligrosos personajes del momento creativo en “genios”. La Edad Media impuso a la majestad divina, fuese Dios, Alá o el mismísimo Jehová. En fin: Dios, el de la palabra abstracta. También nos regaló un sinnúmero de diversos “duendes”, incluidos los de los cerrados bosques de las tierras bárbaras, según pensaron los romanos. Y, en lo concreto de la existencia humana, el artista fue ante todo un artesano y una obra maestra aquella que se presentaba como prueba de haber adquirido determinadas habilidades. Punto. La inspiración, el pensamiento autónomo, no era tal sino una cuestión divina o en el mejor de los casos, algo compartido, en una suerte de sociedad compleja, entre las miserias del más acá y el más allá, nunca aprehendido.

Pero hubo un Renacimiento, lo dijimos. Y el hombre puso su firma bajo cada obra que fue capaz de crear por sí, más allá de lo divino. El hombre se constituyó en el creador, con nombre y apellido.

En el presente, según creo, el concepto de obra maestra tiene mucho que ver con los grandes museos, concepto asociado a las ideas de la ilustración y, sobre todo, los fundamentos ideológicos de la Revolución Francesa (me permito una digresión, que no es otra que señalar que esta bendita “revolución” ha sido sumamente contradictoria), y en una especie de “up grade” de lo antedicho, en un vasto mercado bien concreto, plagado de galerías de arte, inversionistas, modas y movidas mediáticas. En otras palabras: negocios.

Pero no todo es “aire” ni crítica al voleo. Existen algunos mínimos parámetros que nos pueden ayudar a identificar o intuir aquello que nos puede llevar a la convicción de encontrarnos ante una obra trascendente, quizás una obra maestra.

La primera tiene que ver con los parámetros de la antigüedad y es inmutable: el virtuosismo. Es que al ponderar cualquier proeza –sea de un músico, un actor, un pintor o un arquitecto- la técnica es un factor de primer orden. Un gran artista necesariamente debe dominar habilidades ineludibles y tener además el conocimiento y la imaginación que impulsen tales destrezas, junto con los parámetros artísticos de su momento, hasta nuevos espacios: ir hacia las fronteras de lo que puede llegar a ser en un futuro inmediato. El genuino virtuosismo termina disfrazado en el dominio de la técnica.

Luego, un valor que en los tiempos que vivimos –a partir del Renacimiento- es imprescindible: la innovación. Los pioneros, los innovadores, en el espacio de la modernidad, han conseguido un puesto de honor en la historia. Hoy, ya en la posmodernidad (o vaya uno a saber en qué estamos enfrascados), el arte y artista se definen a partir de la imprescindible innovación.

Debo decir en términos personales y en el presente que nos toca vivir, que este valor se presenta algo equívoco, diría que hasta a veces peligroso: en haras de la innovación uno ha podido asistir a una serie de creaciones de dudoso valor, muy aplaudidas algunas, aunque con significados poco trascendentes, penetrados de discursos mediáticos, políticamente correctos, que están "de moda". Innovar porque sí me resulta una estupidez, una pose afectada de muy poco valor conceptual. El arte no necesariamente debe ser revulsivo, como hoy por hoy muchas veces se presenta. Por más que los pensadores nos han enseñado que lo estético no necesariamente se asocia al concepto de belleza, sigo pensando que ella, la belleza –en los términos en que podemos concebirla en nuestros días- sigue teniendo sentido. Es más, la considero necesaria, imprescindible. Rechazo la exégesis de lo feo, lo banal y procaz. Una cosa es el erotismo y muy otra la prostitución.

Aparece, más tarde, un aspecto que no es menor: el mecenazgo. En otras palabras ¿quién paga al arte? Antes del siglo XIX y el surgimiento de los marchantes, casi la totalidad de las obras de arte eran encomendadas por mecenas que por lo general ejercían un papel decisivo en el tema y la apariencia final de la misma. En tiempos del Renacimiento, luego también, se solían suscribir verdaderos “contratos de obra” en los que se especificaban con meridiana claridad el tema, los personajes a ser incluidos en las escenas que narraría la obra, los colores y/o materiales a ser utilizados, etc. Muchos, la mayoría, de los grandes maestros de un momento tan sublime como el Renacimiento, y su expansión creativa y su abrumadora e hipercreativa expansión, el Barroco, fueron lisa y llanamente grandes “empresarios” del arte, empezando por el mismísimo Miguel Ángel. Ni les cuento de Gian Lorenzo Bernini, un singular.

¿Es que, entonces, los maestros que todos admiramos fueron prosaicos, sólo seres impulsados por un interés dinerario? La respuesta es negativa. Volviendo a Miguel Ángel, señalo dos excepciones –entre tantísimas obras descomunales- y experiencias sobresalientes, superlativas: las pinturas del techo de la Capilla Sixtina y su singular David. Así y todo, estas obras también fueron encomiendas, con papeles incluidos. No se imaginan lo que pudo ocurrirle al maestro si el fastuoso bloque de mármol del que nació la escultura de todos los tiempos, el David, se hubiese perdido o dañado durante la ejecución de la obra. Todavía el gran Miguel Angel, o sus descendientes, le estarían pagando intereses al banco, o al gremio que ofició de comitente en este caso. No nos equivoquemos, las sociedades modernas han sido y siguen siendo hipócritas.

Lo cierto es que recién en el siglo XIX, ya entrado el Romanticismo, que es lo mismo que decir “ayer nomás”, emergió incipientemente el artista como individuo solitario, a veces contestario, con su propia visión del mundo. Los Goya (con sus tremendas contradicciones), Caspar Friedrich o Turner, y todos los que vinieron luego, son producto de su genio “humano” y de los contextos socio culturales en los que pudieron crear. Y nada fue fácil: recordemos los finales, siempre sensibles y geniales, del gran Goya: sus pinturas negras.

Hay, además, un aspecto que no podemos pasar por alto. La visión del artista o, si se prefiere, la visión artística. Son pocos, muy pocos en verdad, los artistas que son capaces de sobrevivir sin el respaldo de mecenas, marchantes y coleccionistas; pero no es menos cierto que tales apoyos garantizan calidad a la hora de la creación de la obra de arte. Hay una cualidad que es innata al artista: la creencia en una idea y el poder de expresarla. Esta condición define al artista de todos los tiempos. La falta de tal creencia o condición, la inexistencia de un empeño particular, es tributaria de la mera decoración e ilustración, sin menoscabo de méritos técnicos u otras virtudes que, por virtuosas que sean, son efímeras, nunca trascendentes.

Vamos a intentar ir concluyendo este devaneo, para nada profesional, apenas un somero ejercicio que pretende el hoy arcaico concepto del sentido común. Nos queda una pregunta esencial: ¿Cuál es el papel del artista?

Un mito reduccionista y contumaz es que el del genio despreciado en vida y sólo ponderado acabadamente después de su muerte. Esta circunstancia, que ha ocurrido, es excepcional. El caso paradigmático es del Vincent Van Gogh. Pero debemos reconocer que no hay, no hubo, tantos Van Gogh en la historia del arte. El ha sido una excepción que confirma una regla. Podemos hablar, sí, de “exitosos” en un tiempo que hoy nadie recuerda ni reconoce, salvo por el valor de lo antiguo. Pero resulta difícil encontrar a grandes maestros que fueron lisa y llanamente ignorados aún en vida. Puede ser que sus vidas se vieran atravesadas de luchas para nada menores. Me acuerdo ahora del padre del arte moderno: Paul Cézanne. Nada le fue fácil, en absoluto. Sin embargo él vivió de su arte.

Los artistas -en particular en estos tiempos- trabajan en un complejo entramado de mecenas, clientes, coleccionistas, marchantes, instituciones y colegas del gremio. Para destacar se requiere personalidad y coraje, cualidades que pueden llevar al triunfo a corto plazo; pero solo aquellos que se valen del arte, no como un fin en sí mismo, sino como un medio de proclamar las más altas verdades, logran crear obras maestras capaces de soportar el juicio del crítico más implacable: el tiempo.

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