Enero 2012, el calor aprieta. Andar por las calles de Buenos Aires es un desafío, sino el destino del laburante. En la superficie dirimen supremacías asfaltos y hormigones, acompañados por una comparsa insoportable y vocinglera de automóviles, buses, ambulancias, motos y cuanta fuente de ruidos puede existir en una ciudad. A pesar de ser época de vacaciones los embotellamientos no aflojan. Como no aflojan el sonar de bocinas e impaciencias, las ocupaciones callejeras y el trasiego de los equipos de aire acondicionado, aportando más temperatura al ambiente. Mientras tanto, en las entrañas de la ciudad se desparraman sesenta kilómetros de vías por las que circulan los trenes del Subte transportando a diario más de un millón y medio de ensimismadas personas que –estoicas- soportan más calor todavía y el hacinamiento de las horas pico. Seis líneas, 78 estaciones, diversas combinaciones, comercios de todo tipo, comidas al paso, una millonaria recaudación diaria en concepto de pasajes, publicidad, cánones de uso... También un espacio de oportunidades, ámbito de subsistencia de soñadores y desplazados, habitantes de un mundo bajo el mundo. Otro mundo.
Avenida Corrientes y Agüero, estoy en el Abasto. La noche se va
acomodando. Cenaré en casa de mi amigo, recientemente mudado a la zona Parque
Saavedra. Es un trecho, Buenos Aires no es una ciudad corta. Encaro para el subte,
estación Carlos Gardel, línea “B”. A esta hora, pienso, se puede viajar
tranquilo (a pesar de los calores), tanto que me animo a portar un viniyo espumante para brindar,
pudendamente disimulado en una bolsa muy bonita, de las que te entregan cuando
comprás una pilcha. Antes de llegar
al molinete de acceso a los andenes del tren subterráneo, en el pasaje que
empalma el shopping emplazado en el lugar del viejo mercado con el sector de
boleterías y los infaltables locales soterrados, siempre mínimos, escucho una
melodía de Mozart. Si no me equivoco se trata del Concierto para Piano Nº 21.
Lo ejecuta una señora delgada, de porte elegante, pelo muy corto que no oculta
las canas que el tiempo regala a todos sin excepción. No me llama la atención,
la he visto (y escuchado) en varias oportunidades, siempre en el mismo lugar.
Es más, no hace mucho descubrí que tenía voz y un fuerte acento propio del este
europeo, mientras le indicaba a un transeúnte cómo llegar a la Estación Once,
de la línea “A”, aquella que fuera inaugurada en 1913. Comento lo que comento
porque ella, la señora, no suele hablar. Simplemente se limita a interpretar a
distintos compositores clásicos durante varias horas. Bajo el piano se
encuentra la funda del mismo, haciendo las veces de escaparate en el que
exhiben para la venta unos ocho o nueve CDs que guardan su música. En la pared,
bendiciendo el lugar, hay un cartel fileteado con la imagen del Zorzal Criollo, que aquí muestro.
“Señoresss passsajerosss, vengo a
ofreceeer la novedá: la tiritaaa iluminadaaa, para diversión de niiiños y
adultosss, recién immmportadaaa de Malasssia…La tiritaaa que no puedeee faltaaar
en niiingún hogaaar…” Estamos
en el tren, camino a la estación Pueyrredón y el infaltable vendedor de lo que
venga, o mejor dicho uno de los vaya a saber cuántos que andan por los trenes
del subterráneo, nos ofrece al módico
precio de diez pesitosss, una especie de culebra plástica que, histérica,
cambia de colores y es capaz de adoptar diversas formas para ser enroscada en el brazo, el cuello o donde el niiiño desee. Mientras
observo el desarrollo del ciclo de ventas (magro, por cierto, cosa esperable;
la “tirita iluminada” no entusiasma demasiado), que dura exactamente lo que el
tren demora de ir de una estación a la siguiente, relojeo el avance de un par de muchachos, todavía en el vagón
siguiente de la formación. Y escucho una tambora, o algo por el estilo.
El tren encara hacia la estación Pasteur. Los muchachos, dos para ser
precisos, una guitarra convenientemente amplificada y efectivamente una tambora (más otros instrumentos de percusión), regalan a los pasajeros unos sones
carnavalescos, en una especie de “mix” de murga y candombe que abarca las dos
orillas del Río de la Plata. ¡A
divertirse amigas y amigos!, proclaman los músicos. Es posible que se trate
de una impresión subjetiva pero se me ocurre que no faltaron ganas de ponerse a
bailar. Cerrado aplauso de los pasajeros y una gorra que recibe varias monedas y algún billete. Y esto no es nada.
Mientras se desarrollaba el recital entre estaciones, digamos unos tres
minutos, quizás cuatro, también anduvo por allí un ciego, canchero en esto de sobrevivir bajo tierra, al punto de haber
ensayado unos moderados pasos de baile, siguiendo el ritmo de los muchachos. El
ciego también ligó.
Entre Pasteur y Callao, un hombre de mediana edad ofrece a damasss
y caballerosss CDs que contienen la
música de diferentes artistas, todos “estrenos”, al quinto de su valor habitual.
Para que la amable audiencia
corrobore la calidad de la mercadería que ofrece, el hombre carga un equipo
portátil de reproducción bastante sonoro. El detalle está en los parlantes que,
cual apéndices con aspiración de alas, surgen de su espalda a la altura de los omóplatos.
Curioso ángel, pensé.
Ya vamos a la estación Uruguay. La cosa se presenta dura. Mientras el
hombre de las alas electrónicas avanza hacia el siguiente vagón, aparece una
suerte de heterodoxo de la Sierra Maestra, pero de acá: barba y pelo desaliñado,
camiseta tipo “musculosa”, shorts a media pierna y ojotas. Mentalmente pido
disculpas a José Martí por el zafarrancho que el personaje hace con su poesía,
tan hermosa por cierto. El quía se ha
disfrazado de revolucionario posmoderno y canta como la mona. Y bueno, allá va
el hombre. Después de todo, admito, el calor condiciona. El hambre también. Por
suerte, del vagón vecino llegan los acordes de una chacarera de Don Andrés Chazarreta que, camino a la estación Carlos Pellegrini, se desparraman por el
vagón gracias a la sonora voz de otro ciego, hombre bien plantado, que se
acompaña con una gastada guitarra. Fórmula infalible. Hubo aplausos nuevamente
y la gorra capturó algunas monedas.
Me bajo para combinar con la línea “D”, debo ir hasta Congreso de
Tucumán. Se va haciendo tarde y el enjambre de pasillos, andenes, escaleras,
sucuchos y quioscos que configuran el nudo gordiano que en la superficie corona el Obelisco, se despeja. A estas horas es posible caminar por allí sin
que el río humano propio de los horarios diurnos te lleve por delante. Las
cortinas metálicas van bajando, los mostradores en los que expenden dudosos
comestibles se vacían, aunque persiste el aroma de la fritanga. Un tipo, acovachado
junto a una escalera arranca de un fuelle
las últimas notas de un largo concierto ofrecido a todos, que no es para
nadie. Adiós Nonino, Piazzola. La romería de músicos de toda laya, aventureros,
vendedores ambulantes, tullidos, pungas,
lastimados e indigentes, continúa su tránsito por los vagones que siguen
circulando, posiblemente en la última ronda. Y se van yendo, nadie sabe dónde,
como el día.
Entre 9 de Julio y Congreso de Tucumán median catorce estaciones. Es
prudente interrumpir aquí este relato. Vaya mi homenaje, entonces, a los seres
anónimos que habitan las entrañas de la ciudad, invitando al lector a ver este
video, uno de los tantos que registran cosas que ocurren a diario en la Reina
del Plata, bajo tierra.
Sugiero visitar,
entre otros, estos sitios:
Diccionario:
Laburante:
Trabajador.
Subte: Transporte
subterráneo. Metro.
Viniyo: Vino.
Pilcha: Ropa.
Relojear:
Observar.
A la gorra:
Gratis.
Canchero:
Conocedor, perito.
Liga: Suerte;
agarra, atrapa.
Quía: Tipo
innominado.
Sucucho: Vivienda del soltero. Lugar pequeño.
Sucucho: Vivienda del soltero. Lugar pequeño.
Fritanga: Fritos.
Acovachado:
Acomodado en un sitio; acurrucado.
Fuelle:
Bandoneón.
Punga: Ladrón, carterista.
Punga: Ladrón, carterista.
Nota: las imágenes que aquí se reproducen han sido tomadas de distintos sitios de Internet, de uso gratuito, y son utilizadas sin fines comerciales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario