Hace un par de días nevó en Ushuaia. Era
esperable, estamos en pleno invierno y esto es el sur.
Mi relación con la nieve y el invierno ha ido mutando a medida que los años fueron pasando. A modo de confesión me
animo a decir que cada vez me interesan menos. Y mucho menos me interesa hacer
lo que todo vecino debe hacer a la hora de la nevada: limpiar su vereda para
permitir la circulación de las personas en condiciones admisibles, por decirlo
de algún modo. La simple visión de la pala para limpiar la nieve me cansa.
Estaba yo, entonces, en la disquisición de
cumplir con mi necesaria obligación de vecino (palear la nieve y limpiar la
vereda), o de hacer la de muchos otros: que la gente se joda y el posterior
hielo les impida lo que nunca debería ser impedido: caminar por la ciudad. En
eso estaba, decía, cuando escucho unas tímidas palmas en mi puerta, llamando sin ánimos de animarse al timbre. Tres pibes, no más de 12 o 13 años. Nariz
colorada por el frío, camperas, palas inadecuadas y mucha actitud.
-¿Quiere que le limpiemos la
vereda, señor?
-¿Y cuánto me cobran?
-Cien pesos, señor.
-Noooo… Eso es mucho…
-Pero somos tres. Tenemos que
dividir por tres para que nos rinda…
-Cien no es divisible por tres…
Momento de confusión matemática. El más osado,
que claramente llevaba la voz cantante, se hizo un nudo. Un petisín, en voz
baja y rápido para las cuentas, desliza:
-Bueno, noventa. Que es divisible
-Es mucho, pago cincuenta
-Pero no es divisible, señor, dice
el chiquitín.
-Está bien, hacemos sesenta. ¿Les
parece?
El líder entra en dudas y, en voz baja le
pregunta a sus dos compañeros, “y cuánto es para cada uno”. Hubo un silencio,
propio del desconocimiento de ciertas tablas de multiplicar pero, entre nada y
los sesenta, los chicos empezaron a darle a la pala, con la energía que todo
chico tiene a semejantes edades.
Muy rápidamente terminan su tarea, no era
tanta la nieve. Mientras tanto yo aproveché para ir al almacén de al lado de mi
casa para rogarle al dueño que me diera tres billetes de veinte pesos, uno para
cada uno, a los efectos del necesario, matemático y posterior reparto. Lo logré
y, a la hora de los bifes procedo a cancelar el compromiso contraído.
-Tomen, chicos. Veinte para cada uno. Veinte
por tres es sesenta.
- Eso, dice el pigmeo.
- ¿Y ahora qué hacemos? Dice el del medio, un
pibe reservado y trabajador.
- Y sigan buscando clientes, digo.
-¿Adónde, señor? No contestan el timbre…
-Si quieren los acompaño un par de cuadras.
Puedo hablar con algunos vecinos conocidos…
-Gracias señor, pero no hace falta. Ya vamos a
ver lo que hacemos, terminó el líder. El tipo podrá estar flojo con las
matemáticas pero tiene carácter. U orgullo, que es mejor.
Y ahí se quedaron conferenciando y analizando
qué hacer. Era su primer trabajo y el primer dinero ganado en el emprendimiento
recién comenzado. Los escuché hablar sobre repartir en cada momento o, por el
contrario, juntar todo en una única bolsa y luego repartir. Parece que la
experiencia matemática no los había satisfecho demasiado. Ellos querían cien.
Los espero para la próxima nevada, con los
cuarenta restantes. Una clase es una clase, en cualquier lado y en cualquier
lugar. Son pibes del barrio y volverán, como las golondrinas.
“Lo que aquí cuenta, desde el principio hasta el
final, no es el supuesto conocimiento de unos supuestos conocimientos de unos
supuestos hechos, sino la visión, ver. Ver (…) va asociado a la fantasía, a la
imaginación. Esta vía de indagación conducirá, de una constatación visual de la
interacción de un color con otro, a una conciencia de la interdependencia del
color con la forma y la ubicación, con la cantidad (que mide las magnitudes de
extensión y/o número, incluida la recurrencia), con la cualidad (intensidad
luminosa y/o tonalidad) y con la acentuación (por límites que unan o separen)”[i].
Noche. Presencias, penas y olvidos se diluyen, sin
desaparecer. La luz nos abandona y no vemos, aunque nuestro pensamiento continúe haciéndolo. Podría tratarse de sueños aunque no
hace falta tanto: las imágenes están allí, siempre. Y con ellas el color. No podemos desprendernos de él,
porque hemos visto y nos han contado. Así y todo, las sombras hacen su trabajo, inquietante. Lo
visto y lo que nos ha sido relatado nos pertenece, es inherente a nuestro ser. También lo que no podemos ver. Imaginamos.
El día que acaba ha sido azul, quizás celeste. Apenas unas horas atrás un
cielo apabullante acompañó nuestro despertar. Azul y cielo, asociación
instintiva, cultural me animo a decir. Azules esperanzadores que ensanchan expectativas e
invitan a levantar la mirada. Pero… ¿Dónde está el cielo? ¿Es azul?
Podría ser rojo, también gris. ¿No era, acaso, que los grises pertenecen al
reino de la noche, donde se regodea la penumbra? ¿Y si se trataba del mar, el
que suele ser verde?
No. Definitivamente el cielo fue azul y en él brilló el rojo
intenso del sol. Porque lo vemos amarillo pero sabemos que es más rojo que
amarillo. El explota, es fuego, y gases de color incierto lo rodean. Sin
embargo dudo: hemos visto llamas azules en el fuego. Van
Gogh lo vio naranja, también amarillo. No recuerdo si el rojo estuvo en su
paleta. Pero El es rojo… ¿Lo es? ¿Dónde están las sombras de la noche,
me pregunto, mientras pienso en los colores del sol? ¿Acaso el sol tiene color,
o el aire, es decir el cielo?
Y el mar también está, verde o azul. Gris y marrón en la tormenta, dorado en la paleta de Caspar Friedrich, atardeceres mediante o a la luz de la luna; blanco
en la cresta de sus olas, cuando estallan en algún acantilado o simplemente se
diluyen en el llano de la playa, aunque el agua es
incolora, lo sabemos. Como sabemos de los cambiantes colores del mar, que es agua. Es
curioso, hablo de los colores del mar y resulta que es de noche, no hay luz. No lo veo, solo lo intuyo, sé que allí está y pienso en su color. Podría tratarse del bosque y no del mar. ¿Es el bosque verde? Hay fuego en el bosque, entonces es rojo. ¿Puede ser rojo el mar? Dicen que las noctilucas lo aseguran.
¿Qué vemos los que decimos ver? Colores. Todo un tema.
[i]ALBERS, Josef. La
interacción del color. Madrid, España, 1º edición 1963, Yale University,
Alianza Forma, 1979.
Enero 2012, el calor aprieta. Andar por las calles de Buenos Aires es un
desafío, sino el destino del laburante.
En la superficie dirimen supremacías asfaltos y hormigones, acompañados por una
comparsa insoportable y vocinglera de automóviles, buses, ambulancias, motos y
cuanta fuente de ruidos puede existir en una ciudad. A pesar de ser época de
vacaciones los embotellamientos no aflojan. Como no aflojan el sonar de bocinas
e impaciencias, las ocupaciones callejeras y el trasiego de los equipos de aire
acondicionado, aportando más temperatura al ambiente. Mientras tanto, en las
entrañas de la ciudad se desparraman sesenta kilómetros de vías por las que
circulan los trenes del Subte transportando
a diario más de un millón y medio de ensimismadas personas que –estoicas-
soportan más calor todavía y el hacinamiento de las horas pico. Seis líneas, 78
estaciones, diversas combinaciones, comercios de todo tipo, comidas al paso,
una millonaria recaudación diaria en concepto de pasajes, publicidad, cánones
de uso... También un espacio de oportunidades, ámbito de subsistencia de
soñadores y desplazados, habitantes de un mundo bajo el mundo. Otro mundo.
Avenida Corrientes y Agüero, estoy en el Abasto. La noche se va
acomodando. Cenaré en casa de mi amigo, recientemente mudado a la zona Parque
Saavedra. Es un trecho, Buenos Aires no es una ciudad corta. Encaro para el subte,
estación Carlos Gardel, línea “B”. A esta hora, pienso, se puede viajar
tranquilo (a pesar de los calores), tanto que me animo a portar un viniyo espumante para brindar,
pudendamente disimulado en una bolsa muy bonita, de las que te entregan cuando
comprás una pilcha. Antes de llegar
al molinete de acceso a los andenes del tren subterráneo, en el pasaje que
empalma el shopping emplazado en el lugar del viejo mercado con el sector de
boleterías y los infaltables locales soterrados, siempre mínimos, escucho una
melodía de Mozart. Si no me equivoco se trata del Concierto para Piano Nº 21.
Lo ejecuta una señora delgada, de porte elegante, pelo muy corto que no oculta
las canas que el tiempo regala a todos sin excepción. No me llama la atención,
la he visto (y escuchado) en varias oportunidades, siempre en el mismo lugar.
Es más, no hace mucho descubrí que tenía voz y un fuerte acento propio del este
europeo, mientras le indicaba a un transeúnte cómo llegar a la Estación Once,
de la línea “A”, aquella que fuera inaugurada en 1913. Comento lo que comento
porque ella, la señora, no suele hablar. Simplemente se limita a interpretar a
distintos compositores clásicos durante varias horas. Bajo el piano se
encuentra la funda del mismo, haciendo las veces de escaparate en el que
exhiben para la venta unos ocho o nueve CDs que guardan su música. En la pared,
bendiciendo el lugar, hay un cartel fileteado con la imagen del Zorzal Criollo, que aquí muestro.
“Señoresss passsajerosss, vengo a
ofreceeer la novedá: la tiritaaa iluminadaaa, para diversión de niiiños y
adultosss, recién immmportadaaa de Malasssia…La tiritaaa que no puedeee faltaaar
en niiingún hogaaar…” Estamos
en el tren, camino a la estación Pueyrredón y el infaltable vendedor de lo que
venga, o mejor dicho uno de los vaya a saber cuántos que andan por los trenes
del subterráneo, nos ofrece al módico
precio de diez pesitosss, una especie de culebra plástica que, histérica,
cambia de colores y es capaz de adoptar diversas formas para ser enroscada en el brazo, el cuello o donde el niiiño desee. Mientras
observo el desarrollo del ciclo de ventas (magro, por cierto, cosa esperable;
la “tirita iluminada” no entusiasma demasiado), que dura exactamente lo que el
tren demora de ir de una estación a la siguiente, relojeo el avance de un par de muchachos, todavía en el vagón
siguiente de la formación. Y escucho una tambora, o algo por el estilo.
El tren encara hacia la estación Pasteur. Los muchachos, dos para ser
precisos, una guitarra convenientemente amplificada y efectivamente una tambora (más otros instrumentos de percusión), regalan a los pasajeros unos sones
carnavalescos, en una especie de “mix” de murga y candombe que abarca las dos
orillas del Río de la Plata. ¡A
divertirse amigas y amigos!, proclaman los músicos. Es posible que se trate
de una impresión subjetiva pero se me ocurre que no faltaron ganas de ponerse a
bailar. Cerrado aplauso de los pasajeros y una gorra que recibe varias monedas y algún billete. Y esto no es nada.
Mientras se desarrollaba el recital entre estaciones, digamos unos tres
minutos, quizás cuatro, también anduvo por allí un ciego, canchero en esto de sobrevivir bajo tierra, al punto de haber
ensayado unos moderados pasos de baile, siguiendo el ritmo de los muchachos. El
ciego también ligó.
Entre Pasteur y Callao, un hombre de mediana edad ofrece a damasss
y caballerosss CDs que contienen la
música de diferentes artistas, todos “estrenos”, al quinto de su valor habitual.
Para que la amable audiencia
corrobore la calidad de la mercadería que ofrece, el hombre carga un equipo
portátil de reproducción bastante sonoro. El detalle está en los parlantes que,
cual apéndices con aspiración de alas, surgen de su espalda a la altura de los omóplatos.
Curioso ángel, pensé.
Ya vamos a la estación Uruguay. La cosa se presenta dura. Mientras el
hombre de las alas electrónicas avanza hacia el siguiente vagón, aparece una
suerte de heterodoxo de la Sierra Maestra, pero de acá: barba y pelo desaliñado,
camiseta tipo “musculosa”, shorts a media pierna y ojotas. Mentalmente pido
disculpas a José Martí por el zafarrancho que el personaje hace con su poesía,
tan hermosa por cierto. El quía se ha
disfrazado de revolucionario posmoderno y canta como la mona. Y bueno, allá va
el hombre. Después de todo, admito, el calor condiciona. El hambre también. Por
suerte, del vagón vecino llegan los acordes de una chacarera de Don Andrés Chazarreta que, camino a la estación Carlos Pellegrini, se desparraman por el
vagón gracias a la sonora voz de otro ciego, hombre bien plantado, que se
acompaña con una gastada guitarra. Fórmula infalible. Hubo aplausos nuevamente
y la gorra capturó algunas monedas.
Me bajo para combinar con la línea “D”, debo ir hasta Congreso de
Tucumán. Se va haciendo tarde y el enjambre de pasillos, andenes, escaleras,
sucuchos y quioscos que configuran el nudo gordiano que en la superficie corona el Obelisco, se despeja. A estas horas es posible caminar por allí sin
que el río humano propio de los horarios diurnos te lleve por delante. Las
cortinas metálicas van bajando, los mostradores en los que expenden dudosos
comestibles se vacían, aunque persiste el aroma de la fritanga. Un tipo, acovachado
junto a una escalera arranca de un fuelle
las últimas notas de un largo concierto ofrecido a todos, que no es para
nadie. Adiós Nonino, Piazzola. La romería de músicos de toda laya, aventureros,
vendedores ambulantes, tullidos, pungas,
lastimados e indigentes, continúa su tránsito por los vagones que siguen
circulando, posiblemente en la última ronda. Y se van yendo, nadie sabe dónde,
como el día.
Entre 9 de Julio y Congreso de Tucumán median catorce estaciones. Es
prudente interrumpir aquí este relato. Vaya mi homenaje, entonces, a los seres
anónimos que habitan las entrañas de la ciudad, invitando al lector a ver este
video, uno de los tantos que registran cosas que ocurren a diario en la Reina
del Plata, bajo tierra.