26/4/08

Espejos

Hay obras que trascienden el concepto de obra maestra, superándolo. Ello las convierte en únicas. Ésta, Las Meninas (en rigor de verdad La Familia de Felipe IV) es una de ellas.


Pido a los amigos lectores que inviertan unos segundos en observar detenidamente este cuadro de Velázquez, genio del barroco español. Para ello sugiero acceder a la ficha publicada por el Museo del Prado en su portal Web. No solo se encontrará la necesaria información técnica básica que posibilite una mejor comprensión de este aparente retrato de entrecasa; también es posible acceder a un sistema de zoom que permite ver en detalle cada sector del cuadro. Es fácil. Luego de acceder al sitio, se debe hacer “clic” en la parte inferior izquierda, en la opción “zoom” (Buscar ficha).

Si continúas leyendo esto y me has hecho caso (miraste el cuadro con la opción sugerida) no solo has visto la ya muy conocida escena. También habrás notado la pincelada de Don Diego, en particular aquella que completa o define ropajes, cabellos, manos y rostros. Ellos son de una absoluta realidad, incluso cuando quieren ser mejores de lo que son.

A riesgo de ser acusado de descubrir la pólvora (se cuentan por centenas los estudios, comentarios, análisis, etc. relacionados con la obra de Velázquez), y advirtiendo que es muy poco lo que uno sabe sobre el tema, me atrevo a decir que el pintor sevillano luchó, y triunfó, por liberarse del bel air de su época, obteniendo una naturalidad producto de una absoluta sinceridad, visual y mental. Ahora bien, ¿sólo se trata de esto o, por el contrario, estamos ante algo más que un simple retrato?

Michel Foucault, en el comienzo de su obra Las Palabras y Las Cosas (1), describe y analiza magistralmente a Las Meninas. Así comienza:

“El pintor está ligeramente alejado del cuadro. Lanza una mirada sobre el modelo; quizá se trata de añadir un último toque, pero también puede ser que no se haya dado la primera pincelada. El brazo que sostiene el pincel está replegado sobre la izquierda, en dirección de la paleta; está, por un momento, inmóvil entre la tela y los colores. Esta mano hábil depende de la vista; y la vista, a su vez, descansa sobre el gesto suspendido. Entra la fina punta del pincel y el acero de la mirada, el espectáculo va a desplegar su volumen.”

Más adelante dice:

“En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad: vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor. No es sino un cara a cara, ojos que se sorprenden, miradas directas que, al cruzarse, se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de visibilidad implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres, de cambios y de esquivos. El pintor sólo dirige la mirada hacia nosotros en la medida que nos encontramos en el lugar de su objeto. Nosotros, los espectadores, somos una añadidura. Acogidos bajo esta mirada, somos perseguidos por ella, reemplazados por aquello que siempre ha estado ahí delante de nosotros: el modelo mismo. Pero, a la inversa, la mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro al espacio que tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espectadores surgen; en este lugar preciso, aunque indiferente, el contemplador y el contemplado se intercambian sin cesar. Ninguna mirada es estable o, mejor dicho, en el surco neutro de la mirada que traspasa perpendicularmente la tela, el sujeto y el objeto, el espectador y el modelo cambian su papel hasta el infinito.”

Y allí, al fondo, aparece el espejo y en él, la imagen del Felipe IV y su esposa, Mariana. Ellos son espectadores ¿o modelos? ¿No serviremos nosotros mismos de modelos al pintor? También vemos una puerta que abre un repentino visitante. Así, en el sitio, aparecen figuras que en realidad se encuentran en los extremos del espacio, algún salón del palacio, un día cualquiera.

¿Qué es lo que pinta el pintor en ese gran lienzo que nos está vedado? ¿Cuál será la obra que está en la obra que observamos? La que nos muestra a la izquierda al propio pintor, paleta en mano; a la derecha el visitante, con un pie en el umbral de la puerta abierta, dispuesto a ingresar en la habitación; toma al revés la escena, pero puede ver de frente a la pareja real “que es el espectáculo mismo; por fin en el centro, el reflejo del rey y de la reina, engalanados, inmóviles, en la actitud de modelos pacientes.” ¿Y la infanta y sus acompañantes?

Remata Foucault:

“Quizá haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de la representación clásica y la definición del espacio que ella abre. En efecto, intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes, las miradas que nos ofrece, los rostros que hace visibles, los gestos que la hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que aquella recoge y despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier, un vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta –de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos ojos no es sino semejanza. Este sujeto mismo –que es el mismo- ha sido suprimido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación.”

(1) Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo XXI Editores Argentina S.A., 2002, Buenos Aires. ISBN 987-1105-08-8

22/4/08

Mandarinas

No hace mucho mi hija Cata y yo degustábamos en la sobremesa del domingo una mandarina que, debe ser dicho, estaba muy rica. Tanto que decidimos repetir la experiencia, por lo que terminaron siendo dos las mandarinas que hicieron su generoso aporte a nuestros organismos.

Mi tenaz inclinación a las “asociaciones ilícitas” me llevó a reflexionar sobre la extraordinaria cadena de lo que, quienes saben, denominan el ciclo vital. Le manifesté a Cata lo curioso que resultaba que de una simple semilla surgiera un árbol y de él los frutos que habíamos degustado. Ella se limitó a decir, con brevedad, precisión e inmediatez adolescente:
-Papaaaaaa… uno toma una semilla, la hace germinar, luego coloca el brote en una maceta con tierra y sale la planta. Listo.
Y así es. ¿Quién no recuerda aquella experiencia escolar, la de la semilla, en un vaso con papel secante o algodón humedecidos?
-Macanudo- retruqué- pero lo que vos me has contado no es otra cosa que el ciclo vital, en este caso el de la mandarina.

Era de esperar. Las cosas no iban a quedar allí. Uno es un asociador ilícito cabal y decidí apostar fuerte preguntando a mi hija (a estas alturas resignada a soportar los devaneos de su padre al menos por un prudente ratito, dada su proverbial amabilidad y paciencia, mientras determinaba un plan de escape razonable a lo que amenazaba convertirse en un plomazo), si tenía noticias de Federico II (El Grande) emperador de Prusia (no, no las tenía), quien supo darse algunos gustos, tales como construir un palacio rodeado de bellísimos jardines en Potsdam, a muy pocos kilómetros de la ciudad de Berlín. Sans Souci llamó al sitio. Buen lugar, recomendable para pasear por allí, en particular cuando el clima acompaña.


Sanssouci es una expresión francesa que significa sin preocupación. En efecto, el amigo Federico y con él su corte y demás invitados (entre ellos, su amigo Voltaire), se lo pasaban fenómeno. Para ello, además de las archiconocidas (y eroticonas) fiestas acompañadas de bellas músicas surgidas de conjuntos de cámara liderados por músicos tales como el mismísimo Bach, otro amigachín del también llamado “Rey Filósofo” (por su cercanía a las ideas de la Ilustración), el rey ordenó construir cercano al palacio un edificio: L’orangerie, tan o más grande que el palacio mismo, que no es otra cosa que un gigantesco invernadero (también sitio de reuniones) donde se cultivaban cítricos. Allí supo haber mandarinas, fruta exótica para los prusianos. Un rey no se priva de nada, ni siquiera de las mandarinas.


Tan fenómeno se la pasaron que, muerto El Grande, sus descendientes, algo más pequeños, siguieron con la fiebre constructiva y se despacharon con unos cuantos palacetes más, estratégicamente implantados por allí y se olvidaron de Berlín, sitio cada vez más ajeno a la ensoñación cortesana.

-Fijate vos- le dije al bulto de ropa que quedó en el suelo, clara evidencia de que Cata, cual dibujo animado, se había esfumado dejando al descuido algún rastro, casi testimonialmente -hasta qué punto se valora aquello que no se tiene y, por el contrario, qué poca atención se presta a lo que nos es corriente, más allá del valor intrínseco que tiene por sí mismo, se trate de una mandarina o de cualquier otra cosa.

Escapados mi hija y sus rastros también, detuve la mirada en el plato que estaba ante mí. Quedaban en él las semillas de aquellas mandarinas, tan mandarinas como las de la corte de Federico. Recordé mis tiempos escolares ¿Por qué no probar una vez más y asistir al maravilloso renacimiento de la vida?
Lo hice. Y por partida doble. Dos tarritos, dos semillas, un poco de algodón (supongo que ya no debe existir el recordado papel secante, ese que salvó a mi cuaderno “Rivadavia” de las tropelías que mis manos, munidas de lapicera “a fuente”, reiteraron hasta el cansancio… el de la maestra, claro está), algo de agua y a esperar.

La curiosidad me llevó a merodear por algunas publicaciones por las que me enteré que las mandarinas pertenecen a la familia de las Rutaceae, siendo su subfamilia la Aurantioidea y su género el Citrus. También que existen numerosas especies: Citrus reticulata, citrus unshiu, citrus reshni (clementinas, satsumas y comunes) y su porte es menor que el naranjo y algo más redondeado. La raíz es sólida, blanca y, bajo condiciones de cultivo, posee gran cantidad de pelos radiculares. Las hojas: unifoliadas y de nerviación reticulada, con alas rudimentarias pequeñas. Sus flores (las mandarinas también gustan del floreo) se presentan solitarias o en grupos de 3 ó 4 y el fruto (en eso estábamos, me parece) también es llamado hesperidio. Los hay muy semillados y también partenocárpicos.
Los aspectos científicos del tema impactaron e instalaron en mí un mar de dudas: ¿Serán mis mandarinas clementinas o tan solo de las comunes? ¿Y Federico, El Grande, qué mandarinas tenía? ¿Se puede saber qué quiere decir unshiu? ¿Y partenocárpicos?

Dudas o no, lo cierto es que pasaban los días y mis semillas (las de las mandarinas, al parecer semilladas, que nos engullimos Cata y quien esto escribe) parecían no darse por aludidas. Así y todo seguí humedeciendo los recipientes y cuando olvidaba hacerlo, allí estaba el puntal de la casa, mi mujer, andamiando socarronamente la dura parada. Lo cierto es que un día ellas se abrieron y tímidamente aparecieron los brotes. Tallo para elevarse hacia el sol, raíz para afincarse definitivamente al suelo. Y fueron creciendo poco a poco hasta que llegó el día de su mudanza a sendas macetas lejos del suave algodón, ahora en contacto con la tierra. Crecer tiene sus costos, le pasa hasta a las mandarinas.

Ahora, mientras escribo esto, otra duda anda rondando por mi cabeza: ¿Llegará el día en que estos breves tallos se conviertan en jóvenes arbolitos y se animen a dar fruto?
Respuesta: no lo sé. El tiempo lo dirá.
Tampoco sabemos –si cabe la comparación- si los jóvenes de hoy (por caso mis alumnos, o cualquier otro) acabarán dando mañana los frutos que se supone darán. Esperamos, creemos, suponemos. Necesariamente debemos dejar pacientemente que el tiempo se tome su tiempo para que la vida se consolide, cerrando el círculo. El del ciclo vital.

No está lejos el día en que deje de jugar al profesor. Habrá apuestas que ya no haré. Sin embargo allí estarán mis mandarinas.

8/4/08

Desempolvando la azotea

–¿Cómo conoce tanto de música popular?
–Tuve una orquesta, una vez, con Santos Lipesker: Los Tururú Sereneiders. Eran viejitos. Tocaban con galera... y babero. Porque yo había compuesto un personaje, Reblán, que hacía de viejito reblandecido.
Yo tenía un amigo –acababan de aparecer las medias strecht, de nylon– que las usaba con liga. Entonces yo decía: ¡este tipo está reblandecido! Así se me ocurrió el personaje Jacinto Doblebé, el Reblán. Y en el programa de Tato Bores –que yo se lo escribía en esa época– entre la actuación de Manolo de Monroe y la de Tato aparecían Los Tururú Sereneiders. Juan Caldarella –el autor del tango “Canaro en París”–, que es buenísimo, tocaba el serrucho con un arco de violín (sonaba rarísimo).
–Fueron los antepasados de Les Luthiers.
–¿Cómo? Si... sí... con instrumentos hechos por ellos... con humor, tenés razón. Hacían una música que se llamaba “Chipi, Chipi, Tururú”.
–¿No era “Chipi Chipi, Bang Bang”?
–Esa era otra. Esta era el “Chipi, Chipi, Tururú”. El chipi, chipi es mejicano. Se había puesto de moda. Después saqué el chipi chipi “El manotón”.
–¿Pero usted los componía?
–Yo escribía la letra. Lipesker escribía la música –era un gran músico– y hacía los arreglos. El tenía muchas orquestas. Te digo, “El manotón” se hizo muy popular.
–¿Cómo era el estribillo?
–”El mano, mano, el manotón/ cuidado ‘mano con el manotón”. Y seguía, hablando de una chica que iba al cine, todo con doble sentido. Ese año yo habré hecho como diez temas: “La muña, muña”, otro que se llamaba “Fuerte de caderas”...
–¿Cómo era ¡por favor! “Fuerte de caderas”?
–¡No me acuerdo! –y se mata de risa– Eran temas que divertían a la gente. ¡Si te digo que ese año, en Sadaic (la sociedad de autores) salí tercero! Creo que el primero, ese año, fue Canaro, el segundo Palito Ortega... y el tercero ¡fui yo! Le había hecho una apuesta a Miguel Brascó: que iba a ganar plata –le dije– con una sola palabra. En medio del chipi chipi paraba la orquesta y Juan Caldarella decía: “¡Trácate!”. Gané la apuesta. “Trácate” se convirtió en un personaje de los Tururú: un viejito al que le gustaban las mulatas y salir... y al mismo tiempo era un funcionario importante. Yo miraba todo lo que hacían los viejos: cuando oyen un compás que les gusta, tamborilean con los dedos en la mesa, o silban en seco: “Tss, tsss, tss...” y proponía que lo hicieran los Tururú. En cambio los jóvenes, entonces, llevaban el compás, así, a lo grulla, adelantando el cuello y sacando la mandíbula: para adelante, para atrás. Yo me reía mucho observando todo eso en los lugares donde iba.


El diálogo que leíste es un fragmento de un reportaje hecho a Juan Carlos Colombres (Landrú) publicado por el diario Página 12 hace cerca de ocho años. (Ver aquí)
Lo encontré anoche, buscando información en Internet sobre los Tururú Sereneiders, grupo musical que salió del polvo de los recuerdos hace una par de noches, cuando cenaba con mis entrañables amigos vitivinílicos Roberto y Jorge, mientras escuchábamos buena música y hablábamos de recuerdos musicales. Ya voy a explicar en otra oportunidad esto de la vitivinilia, que no es algo menor. Ahora sigamos con la creación de Landrú y de un músico singular, Santos Lipesker.
Lo fantástico del caso (o la clara señal de los años que uno porta) es que desde aquella cena hasta ahora, han vuelto a la superficie recuerdos muy cercanos a mi infancia y primer adolescencia, cuando la familia entera se plantaba un buen rato antes frente al armatoste que llamábamos televisor, a la espera del programa del inigualable Tato Bores. Allí, además de los memorables diálogos telefónicos de Tato, sus monólogos poblados de personajes como el Coronel Espingarda, el Comodoro La Hélice, José Dondemepongo y tantos más, pude escuchar una orquesta que se presentaba con frac, sobreros y baberos, con un serrucho como instrumento musical. Entre otros, además de célebre guitarrista, Caldarella, tocaba allí su violín nada menos que Hernán Oliva, un grande del jazz. Los Sereneiders de Lipesker.
Tiempos pasados y no siempre fáciles.


Así y todo creo que por esos años supo andar por nuestros lares una generación que merece el recuerdo. El tiempo va pasando, el polvo cubre la azotea, hay cosas que van cayendo casi en el olvido. Como el humor inteligente. En otro reportaje (ver aquí) que pude rescatar, Colombres remata:

¿El humor es un rasgo de inteligencia?

Sí, porque generalmente la gente opa no se ríe, no entiende los chistes. La inteligencia es la memoria. La memoria es una característica de la inteligencia, por eso al cerebro lo considero un músculo. En la gente que no cultiva el músculo, el músculo se atrofia. Tengo 76 años, bastante memoria. Hay un amigo que tiene mi edad o menos, y está haciendo la lista de la gente que hay que matar, está medio mal, pero se confunde porque en lugar de Lorenzo Miguel escribe Luis Miguel, en lugar de Herminio Iglesias anota Julio Iglesias. Yo le digo: "Estás loco, tené cuidado, rompé esto porque estás mal". El no cultivó y no hizo trabajar la memoria. Yo todos los días al pensar chistes hago trabajar la mente. No hago ejercicio físico porque creo que el ejercicio es malo, todos los deportistas se mueren jóvenes. Un humorista inglés decía que "el mejor ejercicio es ir caminando al entierro de los deportistas".

6/4/08

Diferentes II

Hace un buen tiempo que tengo el placer de intercambiar opiniones, bromas, pensamientos, con un grupo de amigos, vía mail. Luis, miembro pleno del "foro políticamente incorrecto" (tal el nombre que alguna vez otro calificado participante del heterogéneo rejunte asignó al mismo), envió el link a un excelente artículo publicado por Ariel Armony en La Nación de ayer, sábado 5 de abril. Propongo la lectura del mismo. Me parece que vale la pena.

5/4/08

Piedad


Hace unos días recibí un correo electrónico de una ex alumna, Sofi, quien hoy está cursando sus estudios universitarios en la ciudad de La Plata. En él, además de un cálido mensaje (esos que a los enseñantes nos pueden), me enviaba una presentación en Power Point, de las tantas y tantas que pululan por el cyber espacio, en las que se reproduce una serie de fotografías de Robert Hupka (ver) expuestas en el año 2000, de una de las obras de arte más conmovedoras que nos ha dado el genio credor del ser humano: La Piedad (Vaticano), de Miguel Ángel.
Michelangelo Buonarroti ha sido uno de los pocos en toda la historia que ha logrado que la piedra se encarnara y dejara de ser piedra, convirtiéndose en algo orgánico. Me animo a decir que quizás haya sido el único (o casi) que ha sido capaz de que ella, la piedra, tuviera -además- un alma.


Si repasamos cualquier biografía de Michelangelo nos enteraremos que, en su obsesión por conocer (y luego representar) la esencia de la naturaleza humana, pasó noches enteras participando de la disección de cadáveres intentando conocer la estructura muscular del cuerpo, conociendo cada tendón, cada nervio, repasando la materia que estaba decidido a recrear e inmortalizar en la piedra, todo ello a riesgo de sufrir gravísimos castigos, toda vez que tal práctica aún era concebida como sacrílega, por más que no faltó el fraile que "le diera la derecha", conmovido por el genio del joven creador y convencido su notable sentido estético, que bien supo demostrar en su descomunal obra, a lo largo de toda su vida. El hombre necesitaba saber y estaba dispuesto a cualquier cosa para lograr el conocimiento.

Siempre me atrajo el caso de las manos, tema complejo a la hora de la representación plástica, especialmente en el ámbito de la escultura y particularmente en la tallada en piedra, a maza y cincel.


Las manos, las del hijo sacrificado y las de su madre. Las manos de dos jóvenes víctimas de un destino trágico, protagonistas del sacrificio redentor.


Las mismas manos que podrían matar, destruir, desbaratar. Las que, sin embargo, se entregan al destino y ofrecen su suerte al mandato divino. Las manos, esas manos...


¿Cómo se representarán las manos de nuestros jóvenes, los de hoy, muchas veces sacrificados en nombre de la ignorancia subsidiada? ¿Cuántas veces deberemos ver a la piedad de carne y hueso, ya no su representación pétrea, sin percibir ninguna belleza sino el espanto? ¿Cuántos más, Señor?

3/4/08

Imagen Urbana III

Es domingo, asoma el otoño y la mañana se presenta formidable, plena de luz, bañada por el sol. Ushuaia aparece particularmente atractiva en estas circunstancias.
¿Ushuaia o su paisaje? Buena pregunta, me dije, mientras me dirigía a cumplir con el ritual dominguero: comprar los diarios del día (esos que duran toda la semana), pasar por Tante Sara para comprar el pan del mediodía, buscar el carbón para el asadito o el tomate para la salsa, si el menú pasa por los ravioles; agenciarse el tintillo que rociará el almuerzo familiar y prepararse para la actuación del equipo de mis amores, el del grato nombre.
Se trata de actividades difíciles que requieren concentración por parte de quien se encuentra en el deber de ejecutarlas. No se admite la falla y no suelen ser bien recibidas las preguntas que excedan el contexto. El domingo es el domingo.
Así y todo, en el fragor de la rutina dominguera, tuve la malhadada idea de hacerme otra pregunta. Una (la antedicha) estaba bien; dos ya implicaba ponerse en el brete de responder y eso, mis amigos, es duro. Al domingo se lo supone laxo. A nadie le gusta auto flagelarse con disquisiciones de ocasión cuando en el cenit del Olimpo (el Olivia, por caso) brilla el sol y nos esperan los ravioles. Sin embargo ocurrió.
Salido de casa llegué hasta la rotonda de Gobernador Paz, esa que parece una gambeta maradoniana, de las que se hacen en una baldosa. Detuve el automóvil. Desde ese sito la vista es muy buena y quería disfrutarla una vez más, como lo hago desde hace treinta años, cuando llegué a estos pagos.
La mirada fue jugando de lo general a lo particular. Inevitablemente me reencontré con los cruces de calle inspirados en la “gran Tonucci” (así llamo yo a la ingeniosa idea de Frato), sobre los que hice algún comentario en los comienzos de este experimento llamado ars. Ellos se presentan bastante bien resueltos. Tanto que hasta el paso del agua de la lluvia o el deshielo, ha sido fríamente calculado. Vean, por favor, la imagen que sigue.

La segunda pregunta, esa que molesta y modifica la rutina, nació de un genuino acto de curiosidad. ¿Estarán limpios y despejados los sitios por los que se supone pasará el agua cuando llueva o nieve o, por el contrario, nos enfrentaremos a una nueva pileta, esa que no tenemos para practicar la saludable costumbre de nadar?
Y sí, bajé del auto y me fijé. ¿Resultado? Observen ustedes mismos.

Vuelto a casa y a la hora del almuerzo los ravioles ya no parecieron tan ricos, aunque –es menester aclarar- cumplieron dignamente su cometido. No pude sacar de mi cabeza la acumulación de basura que obtura el supuesto paso del agua. Menos todavía olvidar la botella de cerveza que encontré tirada en la vereda (bueno, en el plano irregular de tierra donde se supone debería haber una vereda, responsabilidad del frentista mediante) y tampoco pude olvidar que suelo ver dos o tres veces por semana una nutrida cuadrilla de trabajadores que supuestamente realizan tareas de limpieza en el sector, cepillos, palas, carretillas, bolsas y demás implementos en mano, con más el apoyo logístico de un saludable camión que nunca supe bien qué rol cumple en la maniobra, salvo el de costarnos unos buenos pesos a todos los vecinos de la ciudad, los que medianamente intentamos respetar las normas de convivencia y los que decididamente suelen no hacerlo. Seamos concretos: se ensucia irracionalmente y no se limpia, sino que se hace que se limpia. Una estupidez, si me permiten el calificativo.
Terminando el domingo, en un último estertor neuronal, se me ocurrió pensar que no hay mal que por bien no venga. Noten ustedes que de los deshechos muchas veces nace la vida. Allí están las incipientes plantas y, con el tiempo, tendremos un nuevo prado vegetal en la ciudad. Es cuestión de tener paciencia.

Creo que deberíamos analizar seriamente la posibilidad un futuro agro urbano orientado a la cosecha de la basura devenida en yuyos autóctonos, nuevos mutantes fueguinos, bajo la égida de conductas que nos caracterizan socialmente y nos convierten en seres desaprensivos y roñosos, ensuciadores perennes, al amparo de la elefantiásica burocracia que supimos conseguir. La misma que nos impide, por ejemplo, realizar actos tan sencillos como barrer las calles como se supone se deberían barrer.
Como decía Tato Bores, previo a una pasta de fin de semana, “vermouth con papas fritas y good show”.